Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Niña de fresas.

Tenía miedo de que, después de todo el tiempo que llevaba sin escribir, se le hubiese olvidado del todo. De que su inspiración hubiese decidido dejar de ocultarlo y se fuera con la lagarta que clandestinamente le realizaba el amor. De una vez por todas. La definitiva.
Pero era un miedo leve, sumiso. Sabía que había miedos mucho peores.
Porque ese miedo era revocado fácilmente si recordaba en qué había empleado el tiempo en lugar de en la palabrería fácil y las cursiladas incoherentes. Y, no lo podía negar, sabía que aunque no las hubiese escrito, las cursiladas también la habían acompañado, continuamente. Más que los Black Devil y que el vodka, y mucho más que sus adúlteras musas. Si pensaba un poco en ello, la habían acompañado más que cualquier cosa. Y eso, aunque sonase a cuento de plastelina, debajo de los colorines y el cielo azul, no podía traer nada bueno. ¿Y si, desde el otro extremo de la cuerda, el chico de las mejillas rojizas hacía un brusco movimiento y la rompía? ¿O si sencillamente él se cansaba de tirar y aflojar y decidía que a largo plazo sería mejor soltarla? ¿O si encontraba una cuerda mejor, con cierto pelo o cierta sonrisa? ¿Y si un día, de repente, dejaba de importarle algo? ¿Qué? ¿Qué quedaría de ella?

Haciendo uso de la palabrería fácil, podría decir que si alguna de esas hipótesis se hipotetizaran, ella se moriría. A pesar de que la palabra hipotetizar no exista, se moriría.
Pero, además de ser una expresión sobrepobladamente usada, no era suficiente para explicar el impacto. La caída. El coscorrón. El desgarramiento (literario, no literal) de su frasco cardiovascular hasta el punto en que los latidos le pareciesen vacíos e inútiles. Más palabrería a la carta. Pero es que expresar sensaciones es difícil, y más si hablamos de expresiones inaguantables y raras.

Decir dolor es decir lo que todo el mundo ha dicho ya, pero no se le podía ocurrir otra cosa. Sabía perfectamente que el corazón no puede doler, y es un hecho; a no ser que se deba a un soplo, un ataque, o enfermedades peores, como un puñetazo.
Pero también sabía que dejando a un lado la ciencia que tanto apreciaba, si el hipotetizamiento tuviese lugar, algo en ella se pudriría, hasta el punto en el que el hedor fuese insoportable, y el aspecto, mucho más. Olores y aspectos que sólo ella percibiría, y los demás, vanamente, intentarían entender, imaginando lo roto que tendría el corazón. Pero errarían una vez más con sus tópicos. A ella le dolerían muchas otras cosas. Cosas que no son ese estúpido diastólico con afán de protagonismo.

Le dolería el dedo meñique, por todas las veces que al cerrarlo, fabricaron una promesa tan risueña como improbable. Y también las telarañas en las costuras. Le harían daño todas y cada una de las sonrisas que no fuesen las suyas, las que no mencionaría de nuevo por todo eso de la redundancia. Las que ya formaban parte de su día a día, y de su noche a noche. Las manos cogidas por las calles de un Madrid viejo, cansado de tanto romanticismo financiero, de besos de mentira, de mujeres que dan un beso y tragan tres monedas.
La cuerda. Ver que ésta ya solo se sostenía por uno de los extremos. Por el peor de ellos. Y que nadie podría coger el otro.Nunca. Aunque, con el tiempo, llegasen otros, a intentar curar las heridas, cargados de simpatía, quizá, y de parches, y tiritas, betadine, esparadrapo.E inconscientemente, se repetiría una y otra vez que no lo conseguirían, y les compararía con alguien a quien no podrían igualar, ni en el mejor de sus sueños.

Y litros de yodo se gastarían en vano. Porque el betadine no es un corazón. Ni lo tiene; ni los arregla.

Y MUY conscientemente, buscaría su canción por los rincones, y ese único modo de tocar la guitarra. Y buscaría también el calor de sus manos, y sus brazos, y todo él, cuando llegase Octubre y se volviese fría. Y el último día del año traería con él un sabor amargo, que provocaría un propósito de año nuevo que el 1 de enero no cumpliría.

Basaría su vida en besos, pero colaterales. Y cosas peores. Como un puñetazo.


Por suerte, todo esto no eran más que hipótesis sobre un hecho que no existía. Que no era. Y preocuparse por eso, era plantearse un problema que no tenía. Y eso solo lo hacen los tontos, y los señores que pintan los pasos de cebra.
En este caso adoraba la forma condicional simple. Además de porque estaba abajo del todo y a la izquierda, condicional significa que podría ser, pero que no ha sido. Como las pesadillas. Como el miedo.

No, no se iba a preocupar por un problema que no tenía, pero el miedo no se lo quitaba nadie. Porque ese, si quiere, te echa un pulso y te gana.


Y sobre la mesa había demasiadas cosas que se negaba a perder.

martes, 12 de octubre de 2010

Nunca llevo el corazón encima.

Satisfacción. Ironía. Burla. Risa. Complicidad. Mera simpatía.

Seis.

El chico de los ojos claros tenía sonrisas sexagesimales, pero no era eso lo que la hacía deleitarse una y otra vez, no, sino el continuo estado de felicidad del muchacho, lo que provocaba más sonrisas, cualquiera de ellas, y más deleitamiento, y más sonrisas. Y era un círculo vicioso de muy difícil escapatoria. Y ahora podría contarte lo indiferente que le era esto a la chica, pero no lo voy a hacer, porque -Qué más da, y -Da igual, eran las palabras que más pronunciaba ultimamente. Y era mentira.

Absolutamente.

¿Cómo le iba a parecer indiferente haber llegado hasta ese punto de ebriedad sentimental? Claro que no le daba igual, se paraba a pensarlo una y otra vez, dando (mil) vueltas en la cama. Y cogiendo el autobús que la llevaba a clase, y también con cada cigarro que encendía a contracorriente.
No le daba igual. Argumentaba aquello de la indiferencia para esconder, algún modo mecánico de defensa tan absurdo como vano, su gratitud ante aquel desconcierto cardiovascular.

Pero esto ya te lo he contado alguna vez. O dos, o tres. ¿Y qué más da? Otra vez. Círculos. ¿Completos? No. Viciosos.

Como decía. Seis. El número que sigue al cinco y precede al siete. Es el número perfecto. Sus divisores propios (Uno, dos y tres), suman su cifra. Seis. Un piso antes del séptimo cielo. Quizá era esa la razón por la que los viajes en ascensor se le hacían tan cortos.

Su preferida, por notable victoria, era la de satisfacción. Aunque nunca se lo hubiese confesado. Aunque hubiese otras que también la hiciesen cosquillas en los ojos, como la que dibujaba cuando reía. Porque ese chico tocaba muy bien la guitarra, era cocinero profesional de huevos fritos y tenía el mejor calefactor que la chica de las casualidades había conocido. Pero sonreír...Sonreía de puta madre. Eso era demasiado. Como el azúcar en el cola cao antes de acostarse. Como el azúcar en la vida, en general. Como el cepillo de dientes en su casa. Como una casa vacía, para ellos. Como sustituir, por accidente, el pronombre posesivo de primera persona del singular, por el del plural.

A lo mejor debería decirle todo esto algún día sin escribirlo en un hueco diminuto del ciberespacio. Y no dar por hecho que éste ya lo sabía. Porque amar no vale, también hay que decirlo. No es fácil. Y menos para ella.

Por eso esperaba que con un par de párrafos repletos de repugnante sinceridad, se diese por enterado. Aunque al día siguiente se lo repitiese, y al otro, y al otro también. Si algo había, era tiempo. Y ganas. Y muchas otras cosas que quizá, sí podría decirle teniéndole en frente.
Y ponía toda su esperanza, y sus ilusiones, en que él lo entendiese y siguiese, a pesar de todo, (o con todo) sonriendo de aquella(s) forma(s).

Porque en esto de hacerle saber su intransigente dependencia, y su imperioso miedo de dejar de notar su calor algún día, la tipa de las converse, necesitaba mejorar.


sábado, 9 de octubre de 2010

Chaqueta de cuero.


La tipa de zapatillas coloreadas, a veces, tenía brotes de sinceridad.






"Aunque sea un enorme tópico. El más grande de todos. Exactamente, enorme. Redundo. Hago que llueva sobre mojado cada vez que te digo que te quiero. Y lo que te quiero. Y por qué te quiero. Las redundancias se meten en nosotros del modo en que la lluvia empapa los cristales. Como ahora mismo. Recorriéndolos de arriba a abajo. Oponiéndose a la gravedad una vez ahí colocada. Gotas. Muchas gotas, y una canción de piano al fondo.

Ojalá pudiese explicarme de un modo más preciso, uno que jamás hubiese usado nadie. Ya te dije una vez que el amor, no es nada nuevo, y sobre este, ya está todo dicho. No hemos inventado nada. Nos guiamos por el instinto, pero también por las películas y los libros que leímos, ansiosos de vivirlos nosotros también. Ojalá no fuese así, pero en efecto, así es. Y de nuevo te pido que imagines un mundo, nuestro, si queremos, en el que esas cosas jamás han sido dichas, y somos los primeros en pronunciarlas, los primeros en dedicar una canción, un beso o un cuerpo y un alma. Sé que al principio te será difícil. Vivir conmigo no es fácil. Y menos en un mundo. Si las lavadoras de la vida las pones tú, yo lo decoraré con incienso y un frasquito de cristal. De bolitas. Amarillas.

Pero, quizá, con el tiempo, el roce acabe por hacer cariño. Y entonces, en ese momento justo, y no en ningún otro, podré pedirte que me ayudes a salir de mi línea, paralela a la de la realidad. A la del resto, los demás. Contigo. Y dejar atrás el aislamiento que tanto tiempo me llevó construir, porque siempre me había gustado estar sola. Escribir cosas que solo yo pudiese entender. Me bastaba, era feliz. Alguna aventura de vez en cuando para acordarme de que en la otra línea, había gente. Pero nunca les ofrecí pasar. Se quedaban a las puertas de lo irreal y volvían cabizbajos al monstruo disfrazado de ciudad.

Y podrías estarte preguntando, (si es que tú, como yo, también haces preguntas retóricas al aire), por qué no pasar a mi línea, si sería algo menos complejo y más rápido. Sí, quizá así lo fuera. Pero no más eficaz. Porque yo no quiero que te aísles conmigo en una línea que tan sólo me ha visto caer y levantarme con la ayuda de unos pocos grados de alcohol. En la que me he equivocado y he querido volver atrás sin éxito alguno. Esa línea. Y nunca había tenido una razón de suficiente peso como para dar una zancada y mudarme a la otra, con el resto. Porque los demás, son solo hormigas de un hormiguero. Y todos sabemos que a las hormigas no les gusta nada jugar a la pelota. Pero ahora sí. Y quiero saltar, como también me encantaría saltar de un tejado a otro desde una azotea muy, muy alta. Y quiero que me enseñes cómo se ven las cosas desde ese lado. Perdona. Cómo las ves tú, quería decir. A veces se me olvida a quién le estoy escribiendo. Pero alguna cosa por dentro del pecho, me lo recuerda enseguida.

¿Sabes? Aquí sigue lloviendo. A mares. Y ahora lo miro, y miro una ventana empapada llena de gotas de lluvia incansables. Miro eso, pero veo más cosas. Y supongo que tú también las querrías ver.
Porque las redundancias, te repito, se han metido en nosotros como la lluvia empapa los cristales.
Y, si te paras a pensarlo, compararnos con los cristales y el agua, quizá tiene un muy buen significado. Y eso es lo que veo al mirar la ventana. Y sonrío. Inevitablemente.

Porque, como tú me dijiste, la lluvia nunca vuelve hacia arriba."











martes, 5 de octubre de 2010

Me llaman Octubre.

El olor de los taxis me marea, pero me pasaría la vida con la nariz metida dentro de una farmacia.
No soy en absoluto una persona conformista. Puedo perder, pero no admito premios de consolación. No adherir nicotina a mis bronquios al menos una vez al día, me pone muy nerviosa. Suelo decir que el pasado es el pasado, pero recordar (a veces) me hace daño. Porque hay cosas que no se borran nunca, y regresan otra vez, como la marea. Nunca pido espaguetis en los restaurantes porque no sé comerlos. A veces tampoco sé tragarme la vida. Pero no me dan arcadas. Me la trago y ya está.
Cuando llamo al Telepizza me dan ataques de risa. Cuando estoy triste pienso en llamar a Telepizza. El café es valorado gracias a que el azúcar existe, y no al revés. Si no lleva más de cuatro cucharadas, lo tacho de intragable. Como la vida.
Sé dibujar cualquier cosa en la imaginación, siempre. Tengo memoria fotográfica, y SOLO fotográfica. Cuando me preguntan que qué haré con mi vida, suelo decir que no sé siquiera lo que comeré mañana. Y mañana es un adverbio de tiempo; Siempre le he tenido un cariño especial a los adverbios. Los demás son todos una panda de arrogantes.
Suelen tacharme de inmadura, pero nunca me han preguntado lo que quiero ser. La madurez está en un estante muy alto, y no llego al metro sesenta. Siempre me digo que algún día de estos, me subo a una silla y la cojo.
No finjo sentir amor. Nunca. Ni aprecio, ni amabilidad. Tampoco arrepentimiento. Las considero cosas que han de salir de uno mismo cuando ese mismo lo quiera. Y cuando algo se acaba, se acabó. Creo que es mejor transpasar que cerrar por derribo. Los corazones no tienen repuesto. Sólo cablecitos de muchos colores.
Mi color preferido es el amarillo, pero considero que el naranja es el más bonito entre todos. A veces me dedico a pensar qué estará haciendo cualquier otra persona, en cualquier otro lugar, en un momento exacto. Puedo estar haciéndolo durante horas. Pensar no me cansa. Muchas veces me he planteado si estoy mal de la cabeza. Me respondo que no. Siento cierta repugnancia hacia las personas que se consideran locas a sí mismas.
Prefiero las personas locas a las cuerdas. Porque las cuerdas se tensan y te atan.
Cuando cumpla dieciocho años quiero hacer muchas cosas. Pero tengo una lista llena para los diecisiete y previo.
Pienso que el modo en que se hacen las cosas, define a una persona. A veces creo conocer demasiado bien. No me gusta. Aunque también paso por alto muchas indirectas y sigo mirando a construcciones sobre plano.
Cuando me hablan de grandes cielos azules, tan solo acierto a ver un árbol de limones amarillo.
Nunca he sabido jugar al parchís. Me equivoco muchas veces.
Una vez dije que sólo los tontos se enamoran.

Me equivoco muchas, muchas, muchísimas veces.

domingo, 3 de octubre de 2010

Maniobras de escapismo.

¿Cuántas veces había pronunciado esa palabra en menos de un día y medio?
Al menos veintitrés. O veintitrés y media, teniendo en cuenta que las palabras se le entrecortaban con el paso del líquido atracando a mano armada su garganta. Vodka. Vodka blanco con un par de hielos mal estructurados. Cualquier hecho puede contarse como algo culto, ordenado, bien narrado. Puede contarse como bien queramos, pero no deja de ser un simple hecho, quizá uno no muy grandioso. Estaba borracha. Existen mil y cuatro formas para explicarlo de una forma brillante, aplicando fórmulas matemáticas, palabras abrumadoras y estravagantes. Pero no dejaría de ser un montón de hidrocarburo, con fórmula química CH3 CH2 OH, en vena.
Sencillamente, había bebido. ¿Para qué añadir más?

Era su amante discreto de noches frías. Eristoff. Así debía sonar el cielo cuando entras, pensaba. El paraíso, el reino de la nada, de la absurdez mezclada con etanol, de la básica necesidad de hidratarse sin nada de sed. Sí, era gilipollas, para qué negarlo. Pero tal vez ese romance recíproco tan peculiar que aquellos dos personajes tenían, había decaído un poco por alguna cuestión externa a la propia conyugal. Una tercera persona. Y, ¿cómo no iba a salir ganando ésta última, si jugaba con la ventaja de ser, valga la redundancia, una persona? Porque el vodka es sólo vodka. Jamás había querido admitirlo, pero así era, y era algo que no podía cuestionar. Él, el rey de las medicinas ilegales, era tan sólo una fórmula química. Una sustancia destilada sustituidora de los átomos de oxígeno en sangre, produciendo así sus efectos secundarios. Nada.

Claro que salía ganando. Y así lo había descubierto en su último encontronazo con su amante de tardes insospechadas y escalofríos. No era lo mismo. Ya no. No sentía nada, nada de nada, y, para su sorpresa, en alguno de los muchos tragos, encontró esa amargura en el paladar, de la que tantas veces había oído hablar, y ella, para su (quizá) suerte, nunca había experimentado. Un efecto negativo. El primero de los muchos de la noche.

Tanto la botella como ella, sabían que algo no funcionaba. Y entonces pensó en que tampoco es que le hubiese tenido nunca mucho cariño, que tan sólo le era útil para salir de fiesta y poco más. Que era un egoísta, que nunca se había interesado realmente por ella, porque era una botella, y además, siempre se mostraba medio vacía.

Tomó una decisión. Quizá debido a su ebriedad, sí, pero una decisión. ¿Quién no ha dicho tras beber que no volvería a hacerlo? Sin embargo, ella sabía que no era una más. Tras los vómitos, los estruendos provenientes de su estómago, la poca claridad con la que veía, todo lo que había causado la simple presencia del susodicho aquella tarde, con todo ello, podría haber seguido esa relación. Efectos secundarios buenos y malos. Ella ya lo sabía. Pero no se trataba de eso. Fue la decepción, la claridad con la que vio en un momento que no le necesitaba en ningún aspecto de su vida.

Porque había otro. Animado. Vivo. Era mucho mejor. Que también le daba sensación de calor al probarlo, y la dejaba sin inspirar por unos segundos, y no porque, como ocurría con el vodka, estuviese transpasando su garganta, no. Simplemente pronunciando unas pocas palabras. O unas muchas. Porque de eso no le faltaba, siempre tenía. Y el hidrocarburo saturado no. Y no le necesitaba. Ni lo más mínimo. Y a la tercera persona sí. A él. Porque ya ni siquiera le veía tal que así, como una tercera persona, sino como su persona, nada que ver con cuestiones posesivas. Y ella quería ser la persona de él.

Porque el vodka no la dejaba ver las estrellas a gusto, ni los amaneceres, porque siempre hacía acto de presencia, ruidoso, nocivo, nublándole las ideas. Durmiéndole los sentidos.
Él, sin embargo, los despertaba a golpe de despertador corporal.

Se fue sin despedirse, sin dejarle una nota, siquiera. Aunque alguna que otra cosa quería haberle dicho. Que siguiera engañando a los tontos que le creyeran con su silueta bonita, llena de curvas, esbelta. Le habría gustado animarle a seguir con su pérdida de valores. Pero él solo. Sin ella.

Porque ella tenía ahora otras ocupaciones. Otra ocupación, siendo certeros.

Y, ¿qué ocupación? Podría explicarlo de mil y cuatro formas bonitas, bien estructuradas y con cada tilde en su sitio, haciendo uso de metáforas, hipérboles, licántropos y más extrañanzas esdrújulas.

Pero no dejaría de ser el hecho que era.

El que era.

Él.

El chico del que, dejando atrás nocivas relaciones, se había azucarado.

sábado, 2 de octubre de 2010


-¿Has entrado por la ventana?
-No, he subido por el ascensor.
-Ah, claro. Buenas noches.
-Buenas noches.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Feliz 30 de Septiembre a todo el mundo.

-Odio que me echen el humo de un cigarro que no me estoy fumando yo.

Ni el tráfico. Tampoco le gustaba el tráfico. Las farolas encendidas de madrugada, como si Madrid no pudiese dormir nunca. Las películas de miedo. La gente que valoraba las películas de miedo; como si no supiesen que son las más fáciles de hacer, y sin embargo, las que más taquilla hacen. Porque miedo, si nos ponemos, puede dárnoslo cualquier cosa. Muertos supervivientes. Mantis religiosas. Edredones psicópatas. Hacer miedo, es muy fácil. Tenerlo es más difícil.
Ni los vaqueros planchados. Las camisas abrochadas. Detestaba que la frase de -"Más hombres conozco, más quiero a mi perro", fuese más conocida por la "canción" (si así podía llamarse) de un rapero incompetente, que por el propio Sófocles. Y además siempre había pensado que en esa frase, faltaba la opinión del perro.
Que, por regla, las gafas de sol solo pudieran llevarse en días soleados; cuando, a su parecer, eran muy socorridas en los días de lluvia y de resaca.
La superstición. Ser repugnantemente supersticiosa en algunos casos, aún odiando la superstición. Las religiones, las deidades, los todopoderosos. Haber descubierto que Baltasar no colocaba sus regalos debajo del árbol. Haber descubierto que su referente paterno no era quien ella creía. Haber descubierto que la vida es eso, supercherías. Ver la botella de vodka vacía. La pregunta de -¿Te vas a fumar otro? Odiaba que al encender la televisión, no encontrase otra cosa más que eso: televisión.
Sobre todas las cosas, las clases de Latín. A quién le importa Zeus. A quién le importa Troya, su caballo de madera, y el padre de Eneas. A excepción de Eneas y su padre, a pocos les importa. A pocos les importa nada, pensó después.
Las sesiones de quimioterapia. Que Bershka promocione camisetas de los Beatles, que más tarde comprarían unas tipas que, a duras penas, saben tatarear Yellow Submarine.
El pesimismo. Los cínicos. Los románticos que creen que, a fuerza de cursilerías, crece el romanticismo.

La verdad es que, echando un vistazo crítico, podría parecer que aquella chica lo odiaba todo.
Una bestia. Alguien incapaz de amar.
Por suerte, no eran unos ojos críticos los que la miraban, sino unos muy muy claros, desde una azotea muy alta, con una intención muy sincronizada.
Y, ¿Sabes qué?
Las bestias también tienen un corazón que puede ponerse de 17 a 129 pulsaciones por minuto, en un segundo. Quizá en menos.
Y siempre llegaba a una misma conclusión, al ver que nunca había tenido el corazón tan rojo.
Pero no lo diría.

Porque hasta las bestias, saben reconocer cuando caen en las garras de la redundancia.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Sabes a frío.

Sí. Definitivamente la canción del piano la volvía muy cursi.
Mucho.
Muchísimo.
Superlativamente.
Sin embargo, no le devolvía su inspiración. Se había fugado con otro. Con un cualquiera que se las diese de escritor.
Pero ella no era cualquiera, quería ser aviadora.
Se prometió llevarle algún día a las estrellas. Al chico de la sonrisa bonita, tan oportuna como indeseable a veces, el tipo que a veces llevaba pantalones largos... y que otras veces, no.
Ese tipo. Sólo le hacia falta eso. Y a veces odiaba hacerlo. Pero lo hacía, y con ganas.
Y se cansaba de decir que le quería, porque sonaba muy repetitivo, y no le gustaba nada repetirse.
Ni que le amaba, porque no sonaba nada repetitivo, pero parecía salido de una pelicula de Walt Disney.
Y, a parte de la frialdad, nada tenían que ver la chica de las casualidades y ese señor.
Le quería decir algo original.
Y no le salía.
Y quería darse de cabezazos contra la pared porque no estaba inspirada, porque no estaba con él, y porque las galletas de chocolate se habían acabado.
Las palabras se las lleva el viento, y su único destino es un cajón lleno de polvo. Tan sólo eso la tranquilizaba algo, pero una mínima parte de su preocupación por hacerle saber todo lo que sentía. Así que llegó a la conclusión de que a los tipos de hechos, hay que darles hechos.
Demostrar.
Dar algo que pueda quedarse siempre, que no vaya a morir en un cajón que nadie más abrirá, o al menos, no quien debería hacerlo.
Y, joder, qué cojones. Las bicicletas son para el verano, el chocolate para devorarlo sin preguntar, y el corazón para darle un mal uso. Así que tenía clara la idea de que se dejaría de palabras e hipótesis vacías y llenaría algún corazón de algo que pueda valer. Algo útil.


Definitivamente, su inspiración se desnudaba ante otro.

Y le daba igual.


Ya no le quedaban principios que perder, ni cartas que jugar. Había perdido. Había perdido casi todo. Independencia. Soledad. Orgullo. Principios. Dignidad. Vergüenza. Respeto por el mundo. Horarios. Reglas. Todo eso ya eran recuerdos instantáneos y lejanos. Perdió contra ella misma.
A veces, y a ratos, se sentía frustrada.


Y entonces pensó en él.





El humo del black devil se escapó entre su carcajada.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Pelos de punta.

Hoy, ahora, a ocho de septiembre, nueve de septiembre en 3 minutos, te escribiría lo más mejor del mundo.
Pero a veces, los textos cortos, también merecen la pena.

Llévame a Liverpool.

¿A ti no te pasa nunca?

De repente un día, el mundo es una tontería. Te da igual que haya zumo de naranja para desayunar, que en el periódico la primera página anuncie el decreto de paz entre Estados Unidos e Iraq, que el agua de la ducha salga en su punto de temperatura ideal a la primera, sin desagradables encuentros con grados de menos.

Ese día pasas por alto que de camino a casa no encuentres un solo semáforo en rojo y que te toque un dos por uno haciendo la compra. Que al pedir la coca cola sin hielo, el dependiente del burger king eche más bebida en el vaso, que te sonrían por la calle y que no te toque fregar los platos.

Que por fin te acuerdes de cómo se llamaba esa canción que tanto habías intentado evocar, en vano. Que te llamen para decirte que se aplaza el examen. Que llueva a mares el día del padre. Para Pelo Naranja, claro. Esa era una manía peculiar.

Ese día no tan cualquiera, no le das tanta importancia a que el paquete de tabaco aún esté medio lleno. Que hagas la foto con la perspectiva exacta que querías. Que intentes sacar un acorde de sol y te salga exactamente el acorde de sol. Te da igual despertarte tarde. Que te digan que has adelgazado, crecido, cambiado. Que ese peinado te queda genial. Que ese vaquero te hace buen culo. Te da igual el buen tiempo y las buenas noticias. Las canciones. (A excepciones). Los abrazos a ratos. Las palabras. Los gestos.

Te da igual que haya macarrones con queso para comer y que te cuenten el mejor de los secretos. No sientes el mismo placer al hacer el gilipollas y al saltar en la cama. Ir de compras. Explotar globos. Beber agua tras correr. La guitarra. El teléfono, la cámara de fotos.

Todo queda en un segundo plano.


O casi todo.


Sí, ten mucho cuidado con cómo y dónde te levantas una mañana cualquiera, porque ese día puede ser cualquier día, y es justo entonces cuando coges el teléfono y llamas a un número que ya es el número de siempre. Y esperas oír la voz de siempre. Y ya no quieres más.

Y serías capaz de dejar todo lo demás, que hasta entonces tanto estimulaba tu neurona fabricante profesional de felicidad, para seguir teniendo esa necesidad, esa otra voz, ese otro número. Ese día te das cuenta de que sin el contrapeso en el otro extremo del balancín, estás perdido.

Y si estás perdido...

¿Qué más da lo que pase con el resto del parque?

lunes, 6 de septiembre de 2010

Intermitente.

Si se piensa un poco en ello, las mejores casualidades de nuestra vida, suceden cuando menos lo esperamos. Obvio, qué tontería. Sino, no se llamarían así. Casualidades. Sí, en efecto, las cosas buenas nunca avisan. No son como las malas noticias, los malos días o las cosas malas en general.
Esas avisan, las ves llegar, como cuando ves un accidente de tráfico por la televisión a cámara lenta, observas cómo cada vez la colisión está más cerca, y sin embargo no puedes hacer nada para evitarlo.
Pero las buenas no. Ellas se presentan.

Como los semáforos. ¿Nunca te has preguntado por qué el muñeco rojo nunca es intermitente? Ni siquiera cuando está a punto de cambiar de color. No, el rojo no advierte. ¿Para qué?

El muñeco verde, sin embargo, cuando está a punto de desaparecer, emite breves intermitencias. Las intermitencias de su final, sí, exactamente. "Cuidado que llega el rojo". Sí, nos quiere avisar a toda costa de que se acaba lo bueno.

El verde aparece porque sí, nunca sabes cuando lo hará, pero el señor de rojo no puede durar siempre. Lo bueno también llega.

Y poniéndose filosófica, ella podría definir su relación y dependencia hacia él como un semáforo en verde que aún no tiene intención de parpadear. Y si parpadea, pues que parpadee, porque para eso están los semáforos.

Y él era el verde. Y septiembre y las fuentes. Y las frases filosóficas, y los mecanismos de defensa, y las canciones cantadas no escuchadas. Él era la sinrazón, el caos, las manchas, sus películas.

No. Las casualidades buenas nunca avisan, como él no avisó cuando entró en su vida, en su bolso, en su futuro inmediato de las doce en su portal. Quizá, si avisasen, no nos gustarían tanto.

Y, ¿sabes? Que por fin había llegado a comprenderlo. Sí, quería encontrarse con todas las casualidades del mundo sin avisar previamente y sin ver siquiera una simple intermitencia anunciando su final. Porque al final no hay un muñeco rojo esperando. Porque las intermitencias no existen. Porque el equilibrio no existe. Porque el aspirador no funciona y ella tenía el corazón en automático. Aerodinámico. Supercalifragilístico. Porque hay preguntas sin respuesta.

Porque ahora mismo, sólo le importaban unos brazos, unos ojos, una boca y unos dientes. Una voz. Y, como le dijo a la pelirroja, era una cuestión más allá de atracción. "Porque cuando sonríe me dan ganas de follármelo vestido". Exacto, esa era la frase que lo resumía todo de una manera tan sutil como abreviada.

Cuando sonreía. Cuando la tocaba.

Cuando era 3 de septiembre y otras muchas fechas tontas.



Cuando fuese, joder. Se lo follaría en cada jodido momento de su vida.

¿Economía?

Táchame de quererte.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La canción más bonita del mundo.

"No te puedo pedir que te quedes en el tren. Aunque hables de cinturones imaginarios hechos por el futuro mejor ingeniero del mundo, aunque digas que hay hilos difíciles de desnudar.
Te voy a decir que te quiero, dos, tres, dieciocho veces. Que me importas y que estoy enamorada de ti. Que no quiero que te vayas lejos porque un día sin verte es un día casi perdido, por mucho que me joda, por mucho que quiera ser un círculo completo, por mucho que no quiera abrirme a otra persona hasta estar segura. Sí, sé que no apuesto sobre seguro, sé que no hay sólo una perspectiva y que no todo es perfecto, que no hay nada que dure siempre y que los sentimientos no tienen unidad de medida.

No te voy a decir que te bajes del tren, que no te frustres, que me busques, que me encuentres, ni siquiera que compongas otra canción, aunque la primera diese tantas sacudidas a un solo corazón.

No te pienso decir nada de eso. Móntate en el balancín que quieras, búscate la vida en dirección prohibida. No lo impediré. No oirás un -No lo hagas, saliendo de mis labios.

Te diré que por la noche tu camiseta hace menos fría la almohada. Que me despierto y miro el móvil para comprobar si no hay una llamada perdida, un mensaje. Que mis amigos están hartos de oírme pronunciar tu nombre una y otra vez. Que quiero saber de tus canciones, y tus sueños, y tu futuro, y tu pasado, y me pasaría horas y horas escuchándote parlotear sobre algo que no lleva a ninguna parte. Que no la arrancaste. Yo te la di. A ti. A ti, Ojos Claros, porque te quiero.

Te diré que no es conveniencia propia porque a veces, cuando estoy sola, creo sentir más tu aliento que el mío propio. Y te siento caminar. Y te busco entre millones de personas, millones de caras que no son tu cara, millones de bocas que no son tu boca. Millones de tipos que no son mi tipo. Que no son mi nada. Nada.

Te diré que a parte de idiota, eres la persona más reconfortante que conozco. Y que no me parece tan mala inversión. Y que te quiero. Que te quiero. ¿Sólo un poco y sólo a veces? No. Te quiero. Y es una frase muy oída, así que trata de pensar que es única, aunque sea solo por un rato. Y cuando te lo diga, trata de recordar lo mucho que tardé en decírtelo por primera vez. No era inseguridad, no era miedo. Quería que cuando lo dijese, fuese totalmente cierto, como si mi voz dibujase mis sentimientos en frente tuya, exactamente así. No podía ser de otra forma. Trata de recordarlo así y quizá parezca una frase más original.

Por favor, deja que te lleve a mis campos de fresa. Asumiendo riesgos y consecuencias. Pero ven conmigo. Sí. Por favor. ¿Te vienes?"







Pensó que se había vuelto estúpida. Y lo más curioso es que ni siquiera lo lamentaba. Necesitaba escribirle de nuevo, aunque aquella misma mañana se hubiesen visto. Quería verle.

A él.




Y la maravillaba pensar que él quisiera verla a ella.

martes, 31 de agosto de 2010

Lunes con azúcar.

Pensó en escribir alguna cursilada más sobre todas esas cosas que nunca le decía, sí, escribirle sobre el amor, sobre todo aquello que irremediablemente se le pasaba por la cabeza y en cualquier otra ocasión ya habría plasmado en un trozo de papel cuadriculado.
También podría haberle escrito para repetirle (por trigésimo cuarta vez), que, respecto a los demás, y sus geniales expectativas y comentarios acerca de ella misma, la interpretación de lo que ven y oyen, es tan sólo eso, SU interpretación. Y que ellos eran mucho más que tristes interpretaciones de terceros. Eran cada semáforo en rojo con beso incluido. Eran un “no te vayas aún. Quédate conmigo”.

O, por qué no, también pensó en escribirle que aquella tarde, como todas las demás, le había parecido genial, le había encantado, podía haberla saboreado a conciencia. Ella acostumbraba a tipos duros y fríos, a uno y uno; nunca a dos. Sí, pensó en escribir que cuando llegó a casa, su madre la recibió con una mueca poco simpática seguida de una gran charla sobre la irresponsabilidad y la impuntualidad, pero que la voz de ésta no era más que un hilo musical para la de las converse. Ella se centraba en evocar una y otra vez la tercera persona del singular. Y que le encantaba hacerlo. Y otra vez a la nube.

Revoloteó en la hipótesis de sentarse a escribir sobre el tren en marcha, sobre aquella pregunta fantástica y no resuelta de -¿qué estamos haciendo? Quizá no tuviese una respuesta exacta. O ninguno de los dos la supiese, al menos. Y, al menos para la chica, era mejor quedarse con la duda que ir a preguntar a los demás. Además, la duda no era tan mala, después de todo. Estaban en un tren en marcha y habría un momento en el que ya no podrían bajarse sin hacerse daño. Podría haberse bajado antes de partir, antes de que el señor uniformado de la puerta tocase el silbato. Pero no lo hizo. Y él tampoco. Y el caballero gritó una y otra vez "–Viajeros al tren”, y ellos decidieron no bajar. Y sí, quizá se hiciesen daño, pero el dolor es relativo; como relativo era el momento de no poder bajar del ferrocarril. Porque Casualidades no era tonta, y además de saber todo lo que sabía, era consciente de que ya no podría bajar del tren sin sufrir las punzadas que como alfileres se le clavarían encima de las costillas. Sí, esas punzadas que en otro tiempo ya había sufrido.

Pero el dolor es relativo. Y quizá compensaba sufrir ese riesgo. El riesgo de padecimiento, dolencia, suplicio. -¿Qué estamos haciendo? No, ya no le importaba la jodida respuesta. Una vez más, NO, no hay un por qué para todo. A veces hemos de olvidar por un momento la lógica y la precisión, y tan solo dejarnos guiar donde el corazón, el rugir de tripas, o la lívido, nos lleven.

O tal vez le escribiría sobre las casualidades. Una tarde cualquiera en un sitio cualquiera. Un cualquiera. Y si el mínimo gesto o el más pequeño de los encontronazos, no hubiesen tenido lugar, la situación de ambos sería absolutamente distinta. Él, con un poco de suerte, habría conseguido echar mano a esa botella de ginebra que tanto tiempo había buscado, y ella se habría ido por otros de sus renglones torcidos. Y no se deleitaría con cada una de sus sonrisas de dientes simétricos. Y no le colocaría el pelo, ni se colocaría pensado en su guitarra. Y no madrugaría para poder ser puntual. Y no gastaría su dinero en cosas que antes nunca había necesitado. Y no llegaría dos horas tarde a casa, con la italiana al borde de un ataque de nervios. Y no viajaría a tal sitio cuya situación geográfica desconocía. Y no amaría. Y amar ensancha el alma. Y quizá lo que le pasaba a la muchacha de ojos tristes es que nunca le habían conseguido ensanchar el alma de un modo tan superlativo.
Pero ya no la asustaba. Prefería vivir con la seguridad que le daba el vivir al revés.

Y podría haberle escrito sobre otros chicos, sobre otras historias de amores imposibles o alcanzados, conseguidos, perdidos y olvidados. Podría haberle hablado de su canción favorita o de lo mucho que se moría por oírle cantar. O de la placidez, el gozo, la euforia, el yo que sé, que le daba verle cuando daba una calada de su cigarro. Él.

Podría haberle contado lo torpe que se había vuelto su día a día desde que él y sus incoherencias verbales se habían instalado sin previo aviso en una de las puntas de sus cordones. Y también, que de una forma u otra, aquel chico que sorteaba su castidad por días, la había hecho perder los principios en algún momento del trayecto a casa. O del trayecto en tren. O ella qué cojones sabía. Sólo tenía constancia de que él había arrancado de un plumazo sus “Yo, nunca”. Sus “Yo qué va”.

Sí, podría, claro que podría. Pero no.

Ese lunes no le iba a contar nada de eso, se sentó frente al teclado y quiso ser lo más escueta posible, como le dijo que sería. “-Mi próximo texto será mas corto aún”. Lo había dicho. Esa misma tarde. Así que entre el humo del cuarto cigarro del día 30, la chica se sentó en la silla que chirriaba y tras una última calada, y sin titubear, golpeó unas pocas teclas sin pensárselo dos veces.



Me importas. Te quiero.




Apagó el cigarro, y el ordenador. El breve texto permaneció unos pocos segundos más en la pantalla de fibra óptica antes de que ésta se desconectase por completo, siguiendo la orden que ella dictaminó.

Le pareció cómico. Unos pocos segundos. Tres o cuatro instantes fueron los que hicieron falta para que las cuatro palabras desapareciesen de la pantalla. Tres o cuatro. Y sin embargo, algo le decía que a ella le llevaría algo más de tiempo. Bastante tiempo, puestos a confesar.


No, no tenía un corazón de fibra óptica.







sábado, 28 de agosto de 2010

Coscorrones.

"Y que me encantas. Y que te quiero".

Y ahora sabía bien lo que hacía. Y no quería llamarlo asentar cabeza, ni formalizarse, ni ser por fin alguien responsable y serio. Porque ella no era ni responsable ni seria. Nunca había sido una chica razonable, y no lo empezaría a ser a estas alturas. Que tenía dieciséis años, por cierto. Pero eso no quitaba que sintiese como cualquier otra, aunque en su día tuvo el corazón de piedra. Y ahora no. Era independiente y con éxito. Y ahora era mimbre. Puro y duro. Mimbre predecible y nauseabundo, para su gusto.

Y sólo quería decirle que a ella también le encantaba. Y que si supiese, le compondría treinta y ocho canciones cada viernes por la tarde. Que le quería y todas esas palabras que sonaban tan cursis que ella no quería poner en sus labios. Pero eso no quitaba que las estuviese sintiendo y que de algún modo, quisiera hacérselas saber. Y que lo efímero puede estabilizarse y crear la balanza perfecta, y que ansiaba ese momento del modo en que ansiaba su mano debajo de su falda. Sí, quería que se enterase de una vez por todas de que él no era uno más, ni una tirita, ni un parche. Era un hilo rojo que casi de un modo imperceptible arreglaba su descosido.

Y quería decirle, (también), que podría pasar una noche entera hasta las seis de la mañana con seis litros de alcohol en la sangre, y seguiría pensando lo mismo. Porque por mucha que la ebriedad se apoderase de ella, había algo que la empujaba hacia otro lado con más fuerza. Algo así como un buen presentimiento. Si esperas, se pasan. Pero ella no quería que se le pasase, porque prefería la azotea y las clases de física que obviamente, de poco le servirían.

Y dicen que hay que tener cuidado de subirse a una nube sin preocuparnos por la altura, porque cuanto más alto subes, y mejor te sientes... es cuando más duele el coscorrón al caer. Pero llegaban tarde con sus explicaciones y sus consejos, muy tarde. Ya estaba en la nube, y quizá debería plantearse si subir más alto o aterrizar antes de que fuese a más.

Pero Casualidades nunca se planteaba un problema hasta que no tenía ese problema en frente suya. Y por el momento, solo había nubes y alguna que otra luna llena, con un poco de suerte. Y eso que no le gustaba nada esa luna. Es solo una excusa para hacer locuras.

Y tan sólo quería hacerle saber esas cuatro tonterías. Sí, quería que supiese que en el marcador de su vida, las puntuaciones ya estaban apuntadas con ese rotulador que no se borra y huele tan bien.

Ojos claros-1 Resto de tipos del mundo-0

Después de todo, el susodicho no era un cualquiera.




....Rescató su corazón del cubo de la basura.

jueves, 26 de agosto de 2010

Sístole.

Eso de considerarse alguien diferente, no le terminaba de gustar. Había crecido como cualquier niño, con alguna que otra peculiaridad, tales que el paradero desconocido del que decía ser su padre, o la enfermedad incurable de su madre. Una niña completamente normal que, a escondidas, lanzaba las judías verdes por la ventana, y dibujaba corazones en los puntos de las íes.

A efectos cardiovasculares, sin embargo, era otro tema. Tenía el corazón alicatado hasta el techo. Podía decirle que le encantaban sus ojos, o que su sonrisa se asemejaba a la de tal cantante de tal grupo. Y enredarse en sus sábanas entre clases de física, atrancarse accidentalmente en su ascensor, pedirle una canción o un cigarro, según el día. Pero había cosas que no podía decir. Ni hacer.

Y eso que era una tipa lista, hay que reconocerlo. Podía analizar sintácticamente cualquier frase al azar, sí, cualquiera; burlando parasíntesis y hasta las más furcias adjetivales. Separaba, analizaba, y entonces todo era cuestión de darle a cada cual su complemento correspondiente.
Pero los asuntos de sujeto y predicado poco tienen que ver con los de sístole y diástole. Y en eso estaba suspensa. Más que en los logaritmos, que en las funciones y que en estadística. Sí, el amor siempre había sido su asignatura pendiente. Ella y Septiembre estaban hartos de verse las caras.

Pelo naranja no tenía un corazón de repuesto en la recámara. Si se rompía, estaba jodidamente perdida. Y ese era el problema. No quería llegar a ese extremo, pero tampoco deseaba que el de las mejillas rojas desapareciese para evitar roturas o (en su defecto) grietas.

No quería tensar la cuerda hasta romperla. El tira y afloja le gustaba. Pero mantener una balanza en equilibrio en ese estado de ebriedad sentimental, le resultaba más complicado de lo que había creído; Porque, joder, quererle era jodidísimamente fácil.

Y así, un día cualquiera sin fecha y demás datos irrelevantes, se percató de que la cuerda, la balanza y su círculo completo, se la remampinflaban. Absolutamente.

Porque de vez en cuando, entre sus dudas, teorías y reproches indecentes, aparecía él. Y la decía te quiero. E irremediablemente, justo en ese momento, se deshacían todas sus hipótesis del amor propio, la autosuficiencia y la independencia que a tanta conciencia siempre había saboreado.

Y he ahí la gracia. En que, con dos triviales palabras, que hace unos meses le habrían producido una simple carcajada, (o nauseas, dependiendo de su calendario menstrual), por un instante efímero y casi imperceptible, Casualidades se abandonaba a sí misma, y dejaba paso (de nuevo) a la niña que, en su día, dibujó corazones en los puntos de las íes.

martes, 24 de agosto de 2010

¿Te he contado alguna vez lo que pasó el 4 de agosto?

No, no lo hice. Pero sí dije que Pelo naranja aquel día no estaba en el bar. Oh, sí, aquel fatídico día. Podrían haber pasado muchas cosas para marcar aquel día en la historia de la chica de risa bicarbonatada, podría haber encontrado la mención de su amigo Piel tersa por fin en el periódico, como él tanto ansiaba, o haber rebuscado entre las fotos viejas para quitarse espinitas del corazón.

Pero no, no hizo nada de eso.
Ella estaba en casa, con su taza medio llena. Y no tenía intención de salir. Y fue estúpida. Qué digo estúpida, fue la reina de la estupidez. Sabía que tenía que estar en el bar. O no en el bar. En la calle. En el metro. Donde fuese. Donde fuera que no fuese ahí dentro. Porque estaba sola. Y pensó. Y entonces evocó imágenes sin querer hacerlo. Y evocó besos. Y evocó un rostro que inevitablemente era hacía ya días el mismo. Y ella nunca evocaba siempre el mismo rostro, jamás. Era Pelo naranja. La chica de las casualidades. La chica de los -Busco un amante discreto que se atreva a perderme el respeto. Y ahora ya no. Ahora era estúpida. Y ese título era deprimente comparado con los anteriores.

El día 4 de agosto prefirió quedarse en casa. Y, como era de esperar, le explotó el corazón. Sí, no es una forma literal de hablar, pero lo hizo. Porque antes de ser 4 fue 3. Y ella sabía muy bien lo que pasaría si no salía y gritaba y buscaba otro con el que encapricharse. Se lo sabía de memoria. La misma historia, la misma rutina, el mismo mecanismo de defensa. Y sin embargo aquella vez era distinto. No quería defenderse de ese modo. Y entonces se cercioró de que no quería otro encaprichamiento. Que prefería no meterse en otra cama si no era la suya.

Cuando el tren arranca, ya no para. Tiene un destino. No podemos pedirle de repente que pare porque necesitamos bajar. Y ella estaba en el tren. Y en principio se agobió. Y no quería ataduras. Y pensó una y otra vez qué pasaría cuando quisiera bajar del tren y no pudiese. Y lo mucho que dolería tirarse en marcha. Pero ya le daba igual.

Y ya no era 4 de agosto. No, no lo era, porque habían pasado ya 20 días de aquello. Y se dio cuenta de que ya no importaba. Y sí, podía ser estúpida. Pero ya le daba igual que su premio de consolación fuese un pedazo de plastelina blanca, o que el de los ojos claros diese vueltas por un parque para explicarle la diferencia entre desplazamiento y espacio recorrido. Aquello de las eses todavía la aturdía.

No es que le diese igual, es que se le plantearía un gran problema si aquello desapareciese. Llamémosla ilusa. Estúpida. Gilipollas, sí, esa es la palabra. Y quería que no fuese efímero, y un plan de fuga a una playa desierta, vestida de Elvis. Y que el tipo de la guitarra tocase para ella, y leyese su libro, y bajar y encontrarle allí, en la barandilla, como siempre. Y quería muchas cosas. Una letra compuesta y un batido del Starbucks.

Y le quería a él.

Vaya si le quería.

Que ya sabes que la luna a mí, siempre me sabe a poco.

lunes, 23 de agosto de 2010

Con todos ustedes...

-Me enamoré de ella porque se enamoró de mi bolso.

Pelo Naranja creía que había un por qué para todo. Porqués por todas partes. Cada cosa tiene su significado, su causa y su final. Todo tiene un móvil, que lleva a una consecuencia, y ésta a otro móvil, y éste, a otro por qué. Se basaba en la lógica, aunque odiase los números; la precisión era su punto fuerte.

Y entonces aparece alguien, con cierta mirada, o cierta sonrisa. Y sí, suena a lo mismo de siempre, mirada y sonrisa es una combinación cursi y típica, pero esta vez lo merecía. Porque no era una sonrisa cualquiera, ni una mirada cualquiera y, a diferencia de Casualidades, ella NO era en absoluto una tipa cualquiera. Claro que no. Y ella lo sabía.

Le gustaba mirar a la gente. Mirarla y quejarse de todo lo que ellos tenían y a ella le faltaba. Unos vaqueros. Unos ojazos. Unos zapatos bonitos. "Ojalá tuviese yo ese pelo", decía la de la melena. Ciertamente, Pelo Naranja no podía saber nada de la chica sin preguntárselo antes. No se conocían de mucho. Un par de miradas y dos besos. Uno por mejilla. Y sin embargo, tenía la imperiosa necesidad de sentarse y escribirle cuatro líneas. Y tenía un por qué. O tres, o cinco, o veintisiete mil.
Y ciertamente, se preguntó un par de veces sobre qué escribiría. Porque aquella chica de nariz respingona nunca le había contado cuántos lunares tenía, ni si su número favorito era el veintitrés o el treinta y dos, ni siquiera sabía si verdaderamente su color era el azul cielo. Joder, ni siquiera sabía si era más de crispis o de tostadas. Sabía poco más que el valor de su sonrisa, ávida de comerse el mundo, su aficción por los hombres y el tomate (a niveles diferentes, supuso), y que podría pasarse toda la vida comiendo helados de menta y dulce de leche. Con la misma pasión que lo hacía su amiga cuando se saltaba una clase de matemáticas.
Quería escribirle a la chica que pasaba por Gran Vía y se enamoraba cinco veces. Y ella también quería estar enamorada. Y enamorarse con el amor (valga la redundancia) que lo hacía ella. Con esos abrazos tan abrazosos, como ella los denominaba.
Cuando la del pelo naranja llegó a Madrid, se la encontró en un gigantesco paso de cebra. Se cruzaron, se miraron, se vieron. Por primera vez. Le apasionó verla tomar su té con granizado. Su azúcar moreno. La chica de pelo claro hurgó en su bolso y sacó de allí todo tipo de artilugios absolutamente necesarios para sobrellevar aquella tarde. Hurgó en el bolso y sin querer, sin ni siquiera saberlo, dejó un poquito de su muchedad dentro de él. Y Casualidades se lo llevó a casa. Quizá por eso sus ganas de volver a verla. De escribirla.

Le echaba ketchup a las cosas serias y a la vida en general. Su amiga le dijo -Cuéntame cosas de ti. Y ella habló, como habla ella. Porque podía hablar de siete temas a la vez y enterarse de todo. Y reírse. Le encantaba reír. Supongo que reír le gusta a todo el mundo, pero ella reía de otro modo. Se reía de las cosas a su manera. No, no es algo que se pueda plasmar en la pantalla de una CPU. Solo podía decir que no era una puta. Y si lo era, era una de esas zorras santificadas por un euro, en una calle camino de Sol. Una vez conocí a una. Pero eso es otra historia en la que la chica con nombre de helado poco tiene que ver.

La música anticuada. Su dificultad al hablar del sexo. Sus 43 camisetas. Su afición por el cine. Le encantaba el cine. 4 veces por semana. Y viajaría los otros 3 días, porque le encantaba viajar. Pelo naranja aventuraba sabiendo que ella sería aviadora y formarían la pareja perfecta. "Yo te llevo y tú me das conversación". Compartirían el turrón y la leche merengada. Los sueños y el café. Y le contaría lo enamorada que estaba de U2, y la del gorro de aviador escucharía encantada.
Cansada de tanto esperar el amor verdadero, le dio por poner un anuncio en la prensa local: "Absténganse brutos y obsesos en busca de orgasmo". No soy dada a tales excesos, así que escribí: "Te puedo dar todo -añadía- excepto entusiasmo"
Y le encantaba el olor a tierra mojada. Y es algo que le gusta a mucha gente. No rebosa de originalidad. Es, como el tema de la risa. Ella le daba su punto peculiar. Todos sabían que caería en sus brazos si la acariciaban bien las cervicales. Y su admiración por el genero masculino en particular, y la testosterona en general, lo ponía todo más fácil.
Enseñó a Casualidades la pizza más grande del mundo y la cogió la mano en frente de la puerta de Alcalá. Aquí no hay playa.

Para ella, era su premio de consolación. Tenía dieciséis años y dieciséis maneras de disimular mal. Azúcar. Señorita Azucarada para ti.

Terminó de escribir. Se alejó y se fumó el último cigarro de vainilla. Y entonces pensó. Pensó en por qué había escrito. Pensó en por qué tenía esas ganas de subirse a un tren que la llevase con ella, con sus fotos y su leche marinera.
Dio la última calada sin obtener respuesta.
Hay veces que, sencillamente, es mejor no entender el por qué, y limitarnos a sentir, a sonreír del modo en que la chica que detestaba las bebidas con gas, sonreía.



domingo, 22 de agosto de 2010

Gilipollas.

Como despertarse tarde y desayunar huevos fritos. Como gritar. Como salir sin que importe llegar tarde a casa, como la serie completa de Friends, como un helado de chocolate y avellanas de esos que salen de una máquina azul. Como Broken Records cantando A promise. Como cuando nieva tanto que no puedes ir a clase, como repetir postre los sábados, como un masaje con pintalabios en la espalda.
Como buscar formas en las nubes. Como cuando escuchas tu canción favorita en la radio, aunque sea una de esas cadenas que sólo emiten ruido de ese rollo-pop-comercial. Como correr cuando llueve, aunque sepas que el porcentaje de gotas recibidas aumenta según aumenta tu velocidad. Como reír hasta tener dolor en las costillas, ese dolor tan insoportable como embriagador. Como un beso en la estación, como los hasta luego en lugar de adiós, como los "para siempre", como los poemas de Sabina. Como Gran Vía en rebajas, como una pizza mediana de regalo por la compra de una familiar.
Como no saber a que lado de las sábanas agarrarte, como encontrar dinero en los bolsillos de unos pantalones viejos (y rotos), como los viernes. Como un as escondido en la manga. Como la fiebre de verano, las revistas, las rotondas, los semáforos en rojo con beso incluido y los guitarristas en los aeropuertos.
Mejor que los toboganes extra-mega-maxi-interminables, mejor que la droga, mejor que el rock y el vodka. Mejor que las cosas de vainilla y los ambientadores de plástico de los coches. Mejor que romper el papel de regalo salvajemente para descubrir su interior, mejor que Octubre y su otoño, mejor que la lluvia y el olor a lluvia, casi mejor que Madrid.
Mejor que los pasos de cebra, mejor incluso que The Abbey Road, mejor que ver como se disuelven las aspiras efervescentes, mejor que Mary Poppins, mejor que los sellos de los hospitales, mejor que el zumo de naranja de Hacendado y que el olor a gasolina. Mejor que tener el lujo de no tener hambre, mejor que el morbo, los celos, la sangre.
Mejor que explotar globos y que los fuegos artificiales. Mejor que sus historias. Sin duda, (para ella) mejor que el sexo. Mejor que las indirectas directas. Mejor que un plan de fuga, qué digo, mejor que todos los planes de fuga posibles.
Mejor que una casa sola y que un corazón lleno (de parches) , mejor que el parque de atracciones y que las cosquillas. Que el sarcasmo, que las buenas noticias y que una tarde con Piel Tersa y Señorita Azucarada.
Podría arriesgarse y decir que mejor que los Beatles. Mejor que Carolina y el naranja. Mejor que ella. Mejor que la independencia, mejor que ese rollo de los círculos completos.

Los superaba con creces. Él.




Ojos claros.

viernes, 20 de agosto de 2010

Comprar mantequilla y ser feliz.

Pelo naranja sabía atarse los zapatos con los ojos cerrados y subir las persianas para ver las estrellas con los ojos bien abiertos. También sabía que si metes una cuchara en un líquido muy caliente, ésta también se calentará, por la ley de no se qué y qué se yo. No sabría decir qué ley era, porque ante todo, Pelo naranja sabía claramente que lo suyo no eran las ciencias. La chica de las casualidades sabía que dos más dos son cuatro; pero, sin embargo, sabía perfectamente que, dijeran lo que dijesen los matemáticos, dos no es igual que uno más uno.
Sabía que si metes un caramelo de menta en una botella de coca cola, el líquido saldrá disparado por los aires; que Romeo fue estúpido al dar a Julieta por muerta, y que podía aguantar 43 segundos la respiración. También era consciente de que el aceite nunca se disolverá en el agua, que el pez grande se come al chico; Que ella había sido un pez grande en un estanque pequeño, pero aquello era el océano, y sí, se estaba ahogando.
La chica que quería ser publicista sabía que, por paradójico que sea, la Iglesia acabaría ardiendo en el infierno, que nunca debería echarle ácido sulfúrico a la leche, por muy bien que suene como ingrediente, y que los números, como el tiempo, el olvido, y la discografía de los Rolling Stones, son infinitos. La tabla del nueve, el nivel de nicotina de los cigarrillos Black Devil, su número de pie y el cumpleaños de casi todo el mundo que conocía.
Pelo naranja sabía muchas cosas. También hablar en inglés y ver Titanic sin llorar. Hablando de esto último, ella sabía perfectamente que Rose podría haberle hecho un hueco a Jack y así éste no habría muerto congelado, que odiaba Crepúsculo porque la protagonista incitaba la zoofilia y la necrofilia, que una manzana nunca saciará como una doble cheeseburguer con extra de bacon, que las chicas que anuncian dietas adelgazantes en la televisión, necesitan de todo menos adelgazar.
Que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita, que Lucy in the Sky with Diamonds era un mensaje oculto para el LSD, que era una gran estupidez hacer la cama para después deshacerla de nuevo, que si tocas fuego te quemas, y si te quedas solo te mueres de frío.
Sabía que su talla de sujetador dejaba mucho que desear y que necesitaba urgentemente un corte de pelo.
Lo buena que es la cerveza en Alemania, que las casualidades nunca vienen solas, que si no hay noticias, es que la cosa va bien.
También sabía que las malas rachas son como los lunes, que cuando parece que nada tiene solución, aparece el martes y lo arregla todo. Sabía de parches más que nadie, pero sobretodo sabía de rotos.
Jugar al escondite y desabrochar botones. Entender indirectas. Ver películas sin atenderlas, jugar a no ser quien era.
Pelo naranja sabía más de mil cosas y más de mil y tres canciones.

Pero no sabía nada del amor.

Eso le quedaba grande.

jueves, 19 de agosto de 2010

18.

Se puede vivir a modo completo o sencillamente, en rebajas. Los corazones en oferta nunca le gustaron; decía que siempre tenían alguna tara que los dependientes no te enseñaban. Y quizá, oh, sí, quizá, con un poco de suerte, por esa tara te hacían (quién sabe), un 20, un 30, incluso un 50 por ciento de descuento si era un defecto muy grande, un roto irreparable.
Pero ella, Pelo Naranja, creía que para un roto no hay un descosido, que hay parches, tiritas e hilo. Mucho hilo. Kilómetros y kilómetros de hilo rojo.
Era miércoles 18, pero podría ser un jueves 14 y no pasaría nada. Pero no, era miércoles 18, porque el día anterior fue martes 17. Y todos sabemos que al uno le sigue el dos, que después de un día de nubes, viene el sol. O no. Porque puede haber sol con nubes. Y sonrisas, y globos, y LSD, y putas, y orgasmos, y nada, y la calle, y niñas vistiéndose como princesas, y cuerdos de atar haciendo marionetas, y manicomios, y dinero, mucho dinero. Y chupitos de tequila y cucharadas de azúcar, y besos, y cuatro de la tarde, y una canción que no dice nada y un gesto que lo puede decir todo. O no, porque los gestos no tienen porque decirlo todo siempre.
Y qué más, mucho más. Los miércoles están llenos de cosas.
Y le gustaba ese día, y hubiese preferido estar en una isla a miles de millas de la costa y no tener que volver a casa. Porque odiaba volver a casa en los momentos más inoportunos, y aquel lo era.
Le gustaba aquel tipo. Demasiado, pensó.
No quería depender, prefería seguir saltando entre renglones torcidos sin ningún sentido, sin nadie a quien esperar,o del que preocuparse.
Pero esta vez era diferente. Porque por primera vez, era ella la que estaba en rebajas. Allí, en un estante junto con otros llenos de taras. Y él le puso un parche al descosido.
Era un corazón de oferta, al 30 por ciento de descuento. Una oferta tentadora, por qué negarlo.
Porque tenía el pelo naranja. Y de mayor quería ser aviadora, y publicista, y llamarse Merengue y viajar a Ámsterdam. Y no era una tipa extraordinaria, pero quizá la vida le deparaba algo más que un estante en rebajas.
El miércoles 18 quería decirle "ahí te quedas" a las telarañas de su corazón.
Y quien la sigue la consigue, y se agarró a unas sábanas que no eran las suyas, olvidando por un momento que las manecillas del reloj no paran cuando en cuerpo y alma se lo suplicamos.


-No eres la reina de mis sueños, serás la de mi vida si me mantienes despierto.




lunes, 16 de agosto de 2010

Mucho.

Se puede tener miedo y salir corriendo. Llorar, patalear, querer tirarte desde el más alto piso del más alto bloque de Madrid. Se puede huir de los problemas a base de romper, esconderse, negar. No rectificar. No arriesgar. Porque podemos perder, se puede perder todo en una sola tirada de dados. Se puede tener todo y quedarse sin nada, y una retirada a tiempo (dicen) es una victoria.

Ella, sin embargo, quería intentarlo.

Porque había mucho que perder. Pero sin él, sin ni siquiera el intento de conseguirle...Ahí, ahí exactamente era cuando se quedaba sin nada.

Y además, llevaba la ventaja de jugar con dados trucados.

domingo, 15 de agosto de 2010

Persona non grata

"Que otros hagan películas sobre los grandes movimientos de la historia; yo haré películas sobre el tipo que barre. "

sábado, 14 de agosto de 2010

Él era como la sensación que da quitarse los zapatos sin desatar los cordones; como conseguir abrir el abrefácil a la primera y sin usar tijeras. Él era el sol y ella llevaba diecisiete años helándose de frío, estaba harta de huracanes, tormentas y putas. Pelo naranja le necesitaba, no como ese tópico de similar esa necesidad con la de respirar; claro que no. Pelo naranja respiraba bien sin Miguel. Respiraba de puta madre. No le necesitaba como al aire, podía vivir sin él. Pero no quería.
Le gustaba despertarse sin saber cómo había llegado hasta una cama cualquiera, con un tipo cualquiera. Dar vueltas en la cama de ochenta de ese día hasta encontrar la forma de decirle a su víctima que había sido un encontronazo de una noche, y que no habría más. Oh, sí, le encantaba. Pero hacía mucho tiempo que no revoloteaba por esos mundos. Cada domingo se levantaba en la misma cama, que hacía ya meses la acunaba por las noches, con el mismo tipo, siempre. No había duda ni incertidumbre. No tenía que ponerle excusas. Tan sólo tenía que esquivar un par de te quieros mañaneros, que evadía fácilmente con un revolcón, un cigarro o, en su defecto, donuts.
"No vayas a enamorarte", le decía siempre mientras se volvía a vestir. De la inocencia a la ingenuidad hay una línea tan fina que, si no andas con cuidado, acabas traspasando. Ella manejaba su roll dando zancadas.
Pelo naranja sabía que no tenía el corazón roto porque es un órgano fuerte y no se quebraría en mil y seis pedazos por un tipo con vaqueros y sonrisa añadida, claro que no. Sin embargo, sabía que algo había porque lo notaba cuando no estaba.
El lunes 16 pasó (como cada lunes, martes miércoles y viernes) por la puerta del bloque rojo (aunque ella siempre había creído que era rosa), pero él no la esperaba en el portal. Ni en el portal, ni en la esquina de en frente, ni en la cafetería en la que tantos cafés no habían pagado. La ilusión la llevó a girarse por un momento (un solo momento) hacia su derecha, donde estaba la floristeria. En balde, de nuevo. No estaba acostumbrada a decepcionarse, tenía lo que quería, siempre. Pero esta vez la ilusión se le iba de presupuesto, era lunes. Y él no estaba en el portal.
El lunes 16 se dio cuenta de que le necesitaba más que a un ascensor cuando vas cargado de bolsas, o más que a unas tijeras cuando el abrefácil es absolutamente sarcástico. Se dio cuenta de que sístole y diástole tenían afán de protagonismo en el asunto, y no pretendían largarse. Sí, el lunes 16, en frente del bloque rojo casi rosa, se dio cuenta de que le quería.
Y de que tenía ganas de vomitar.

-Hay caprichos de amor que una dama, no debe tener.

viernes, 13 de agosto de 2010

Pelo naranja.



Le gustaba imaginarse la vida de otra manera. Le ponía cuatro cucharadas de azúcar al café para hacer las cosas menos amargas. El amor, las noches, el sexo. Le gustaban dulces, pero dulces de verdad, nunca había sido una chica de sacarina. Tipa fría de amores calientes. A la chica de pelo naranja no le gustaba llegar pronto a los sitios, prefería llegar cuando ella misma se lo propusiese. Y se lo proponía a menudo. Los martes quería comerse el mundo, los sábados, sin embargo, prefería las sábanas del de los ojos claros. Ese era su preferido. Le gustaba hasta sin endulzar. Él le quitaba el azúcar a sus noches, ella le robaba el aliento.Ese era el trato.

A pelo naranja le gustaba la leche muy caliente, hasta quemarse el paladar y que las cuencas de los ojos le brillasen con esa chispa que da el calor en las papilas gustativas. Loslunares en la ropa interior, y tocar la guitarra (solo) cuando estaba sola. Caminaba fingiendo esa indiferencia que nunca se tiene cuando medio Gran vía la conocía como una zorra. Porque eso, era mucho más fácil que intentar conocerla. La describían en una sola palabra, se llenaban la boca haciendo alarde de con qué se la llenaba ella. Nadie sabía que su color favorito era el verde, y que le daban miedo las galletas con forma de muñeco. Ni que ponía siempre el pie izquierdo antes del derecho al levantarse. Siempre.

La noche del cuatro de Agosto, ella no estaba en el bar. Aunque sabía muy bien que tenía que estar allí, pero no le gustaba la lluvia de verano, el calor pegajoso, ni las víboras. Además, estas últimas no se debían a la estación en la que estaba, ni siquiera a esa lluvia inesperada. Estaban a tiempo completo en su vida, esperándola en cualquier manecilla de reloj de escaparate para poder tirársele al cuello. Y ella no quería eso. Prefería mantener sus secretos dentro de una taza de Nesquik llena, y el corazón medio vacío. (Que no medio lleno; eso era antes).