Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

martes, 31 de agosto de 2010

Lunes con azúcar.

Pensó en escribir alguna cursilada más sobre todas esas cosas que nunca le decía, sí, escribirle sobre el amor, sobre todo aquello que irremediablemente se le pasaba por la cabeza y en cualquier otra ocasión ya habría plasmado en un trozo de papel cuadriculado.
También podría haberle escrito para repetirle (por trigésimo cuarta vez), que, respecto a los demás, y sus geniales expectativas y comentarios acerca de ella misma, la interpretación de lo que ven y oyen, es tan sólo eso, SU interpretación. Y que ellos eran mucho más que tristes interpretaciones de terceros. Eran cada semáforo en rojo con beso incluido. Eran un “no te vayas aún. Quédate conmigo”.

O, por qué no, también pensó en escribirle que aquella tarde, como todas las demás, le había parecido genial, le había encantado, podía haberla saboreado a conciencia. Ella acostumbraba a tipos duros y fríos, a uno y uno; nunca a dos. Sí, pensó en escribir que cuando llegó a casa, su madre la recibió con una mueca poco simpática seguida de una gran charla sobre la irresponsabilidad y la impuntualidad, pero que la voz de ésta no era más que un hilo musical para la de las converse. Ella se centraba en evocar una y otra vez la tercera persona del singular. Y que le encantaba hacerlo. Y otra vez a la nube.

Revoloteó en la hipótesis de sentarse a escribir sobre el tren en marcha, sobre aquella pregunta fantástica y no resuelta de -¿qué estamos haciendo? Quizá no tuviese una respuesta exacta. O ninguno de los dos la supiese, al menos. Y, al menos para la chica, era mejor quedarse con la duda que ir a preguntar a los demás. Además, la duda no era tan mala, después de todo. Estaban en un tren en marcha y habría un momento en el que ya no podrían bajarse sin hacerse daño. Podría haberse bajado antes de partir, antes de que el señor uniformado de la puerta tocase el silbato. Pero no lo hizo. Y él tampoco. Y el caballero gritó una y otra vez "–Viajeros al tren”, y ellos decidieron no bajar. Y sí, quizá se hiciesen daño, pero el dolor es relativo; como relativo era el momento de no poder bajar del ferrocarril. Porque Casualidades no era tonta, y además de saber todo lo que sabía, era consciente de que ya no podría bajar del tren sin sufrir las punzadas que como alfileres se le clavarían encima de las costillas. Sí, esas punzadas que en otro tiempo ya había sufrido.

Pero el dolor es relativo. Y quizá compensaba sufrir ese riesgo. El riesgo de padecimiento, dolencia, suplicio. -¿Qué estamos haciendo? No, ya no le importaba la jodida respuesta. Una vez más, NO, no hay un por qué para todo. A veces hemos de olvidar por un momento la lógica y la precisión, y tan solo dejarnos guiar donde el corazón, el rugir de tripas, o la lívido, nos lleven.

O tal vez le escribiría sobre las casualidades. Una tarde cualquiera en un sitio cualquiera. Un cualquiera. Y si el mínimo gesto o el más pequeño de los encontronazos, no hubiesen tenido lugar, la situación de ambos sería absolutamente distinta. Él, con un poco de suerte, habría conseguido echar mano a esa botella de ginebra que tanto tiempo había buscado, y ella se habría ido por otros de sus renglones torcidos. Y no se deleitaría con cada una de sus sonrisas de dientes simétricos. Y no le colocaría el pelo, ni se colocaría pensado en su guitarra. Y no madrugaría para poder ser puntual. Y no gastaría su dinero en cosas que antes nunca había necesitado. Y no llegaría dos horas tarde a casa, con la italiana al borde de un ataque de nervios. Y no viajaría a tal sitio cuya situación geográfica desconocía. Y no amaría. Y amar ensancha el alma. Y quizá lo que le pasaba a la muchacha de ojos tristes es que nunca le habían conseguido ensanchar el alma de un modo tan superlativo.
Pero ya no la asustaba. Prefería vivir con la seguridad que le daba el vivir al revés.

Y podría haberle escrito sobre otros chicos, sobre otras historias de amores imposibles o alcanzados, conseguidos, perdidos y olvidados. Podría haberle hablado de su canción favorita o de lo mucho que se moría por oírle cantar. O de la placidez, el gozo, la euforia, el yo que sé, que le daba verle cuando daba una calada de su cigarro. Él.

Podría haberle contado lo torpe que se había vuelto su día a día desde que él y sus incoherencias verbales se habían instalado sin previo aviso en una de las puntas de sus cordones. Y también, que de una forma u otra, aquel chico que sorteaba su castidad por días, la había hecho perder los principios en algún momento del trayecto a casa. O del trayecto en tren. O ella qué cojones sabía. Sólo tenía constancia de que él había arrancado de un plumazo sus “Yo, nunca”. Sus “Yo qué va”.

Sí, podría, claro que podría. Pero no.

Ese lunes no le iba a contar nada de eso, se sentó frente al teclado y quiso ser lo más escueta posible, como le dijo que sería. “-Mi próximo texto será mas corto aún”. Lo había dicho. Esa misma tarde. Así que entre el humo del cuarto cigarro del día 30, la chica se sentó en la silla que chirriaba y tras una última calada, y sin titubear, golpeó unas pocas teclas sin pensárselo dos veces.



Me importas. Te quiero.




Apagó el cigarro, y el ordenador. El breve texto permaneció unos pocos segundos más en la pantalla de fibra óptica antes de que ésta se desconectase por completo, siguiendo la orden que ella dictaminó.

Le pareció cómico. Unos pocos segundos. Tres o cuatro instantes fueron los que hicieron falta para que las cuatro palabras desapareciesen de la pantalla. Tres o cuatro. Y sin embargo, algo le decía que a ella le llevaría algo más de tiempo. Bastante tiempo, puestos a confesar.


No, no tenía un corazón de fibra óptica.







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