Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Terminé con un capullo.

Una mentira.
Dos.
Tres mentiras.
Cuatro.
Cinco mentiras.
Ya no más, por favor, hoy me duele la cabeza.
No te atrevas a mirarme a los ojos nunca más en tu vida. Nunca. Que tu repugnancia se quede contigo.
Yo ya no tengo tiempo para tonterías, y menos por unos pocos centímetros insatisfactorios.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Si te vas.

Lo intentas, pero no puedes.
Porque ya sólo sé hacerte daño. Porque ya sólo sabes hacerme daño.
Y entre arañazos, amaneceremos.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Borracheras de pronóstico reservado.

¿Sabéis que es lo peor del amor cuando se acaba?
Que se acaba.

Y me pasaré los días (la vida, también llamada) preguntándome si te te llevará a los mismos sitios a los que yo te llevaba a ti. Si os diréis las mismas mentiras. Y lo que es peor, si os reconciliaréis de la misma forma.

Antes de que se acabe el amor, transcurren once minutos.

Once.

La despedida ocurre tras la mentira de once minutos provocadores de duda, de quemazón en un corazón que ya no es más que una cuchilla. Y tras esa mentira, otras cuantas mentiras detrás de la esquina.

Y aquel otoño no habrá sido vuestro.

Cada día que pasa me enamoro. Me enamoro de la forma que tienes de caminar por la calle, de cruzar el paso de cebra y de tus promesas vanas. De tu nariz apoyada en mi hombro, de lo escurridizo que haces el tiempo. De tu carácter, aunque no sepa ni lo que estoy diciendo. Quizá con cierto rintintín. Quizá con cierta ironía.

Un loco de la vida, sí señor, como tenía que ser.

No sabes lo colocada que estoy ahora mismo pero, si sirve de precedente, mataría mis pretéritos imperfectos a plumazos por comerme cada uno de tus lunares.




jueves, 8 de septiembre de 2011

Cuando no hay señales de pálpito.

También puede pasar que cuando dos personas destinadas a respirarse mutuamente se encuentren, no pase absolutamente nada.
Uno sigue con su periódico y otra con sus tejemanejes y sus clases de claqué.
Y se pasa la vida, viajan, creen ser bohemios, acaban alimentando el capitalismo, tienen hijos, envejecen con otros y finalmente mueren.
Pasa continuamente.
Verso acabado. Punto.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Tuve en mi nariz el cielo.

Cuando dos personas destinadas a respirarse se cruzan, algo pasa. No me refiero a que se miren, ni a que retengan los ojos del uno en los del otro hasta que el cuello se vea obligado a perturbar su postura.
Ni siquiera a que perciban su olor desde lejos, o a que jueguen a adivinar cómo serán sus vidas, a dónde se dirigen, quién les está esperando, quizá con gofres de chocolate.
No, no me refiero a eso. Y seguramente tú lo sabías antes de haberlo explicado.
Cuando dos personas destinadas a respirarse mutuamente se cruzan, pasa algo casi imperceptible para el ojo humano. Algo se acciona, como una cuenta atrás en el pecho, las pupilas se dirigen por un instante hacia lo nunca antes anhelado, y solo en ese mismo instante, imaginamos lo que podría ser.
Tres segundos después, seguimos con nuestras vidas.
Hacen falta solo tres segundos para intentar cerciorarnos de que somos ingenuos, ilusos, idiotas, insolentes, infantiles, inhumanos, irrespetuosos, intolerantes e imbéciles.
Pero es tarde.
Ese algo ya se ha accionado.
Si prestas atención, un leve "click" interrumpe la calma de la monotonía.
De repente la vida es otra cosa. Como más... diferente.
El día que aquellas dos personas se cruzaron, el click se pronunció tan impasible que apenas pudo hacerse hueco entre el bochorno y los kioskos de helados.
Sin embargo, por dentro, la reventó los tímpanos.
Los tímpanos metafóricos, claro.
Tres.
Dos.
Uno.

-

Fin de la metáfora.

martes, 5 de julio de 2011

Luces.

Cuántas noches habría pasado allí asomada, a una ventana que ya no le daba esperanzas, ni ambiciones, ni un resquicio de ilusión, esperando a que ese algo apareciese.
Cuántas mañanas habría despertado deseando no haberlo hecho para no tener que enfrentarse a un día nuevo, a millones de falsos -Buenos días, a los 500 gramos de nicotina pegados al pulmón para adormecer el sistema nervioso, o las ganas.
Cuántos días habría estado esperando una casualidad que no llegaba, unos labios que no estaban y una voz que no emitía más que el gigantesco e insultante silencio.
Cuánto tiempo habría pasado en modo de espera.
Cuánto, coño.
Cuánto.

martes, 28 de junio de 2011

Voy a devorarme un corazón, con tequila.

La vida es algo más que andar por un camino lleno de piedras y obstáculos. Es una casualidad, y se dan pocas en la propia existencia de cada ser y cada minutero.
Los epitafios con mensajes están hechos para los cobardes.
Aquella noche se dio cuenta de que iba a sobrevivir.
-¿No notas como vibra?
-¿Cómo vibra el qué?
-El corazón.
-No.
-Exacto. Ya no vibra. Está en silencio. Está acechando.
-¿Su próxima presa?
-Está acechando otra respiración, quizá no para comérsela, solo quiere saborearla.
-¿Como los tiburones con la carne humana?
-Sí, siempre ha tenido espíritu depredador.
Iba a sobrevivir. No sabía cómo, cuando ni por qué.
Pero sabía que lo haría. En algún momento. Aquella era su vida, no podía arrebatarle nadie las ganas de saltar en la cama ni de comer leche condensada con gusanitos salados. No de seda, claro.
-No soy la mujer de su vida porque lo soy de la mía. Empieza el show, no te lo pierdas.
-¿A qué hora?
-Cuando yo cuente trece. Muy despacio, nota cómo se juntan los segundos en la parte inferior del reloj de arena. Y entonces, reza lo que sepas. Dónde quiera que estés, vete echando a correr.

sábado, 25 de junio de 2011

Sino, nunca lo fue.

La dijeron mil cosas. Que el fin del mundo había llegado, que aquello no era el fin del mundo, que otros peces en el mar siempre se encuentran, que un clavo saca a otro. Todas esas absurdeces de las que prefería huir o, simplemente, esconderse. Donde no la encontrasen, más allá de los consejos, los consuelos y los hombros donde llorar. Mucho más allá, estaba lo que nadie había encontrado, nadie más que ella. "Lo que nunca nadie había encontrado", que ella lo llamaba. Tras muchos, muchísimos años de espera, Pelo naranja lo había encontrado o, quizá, ese algo la había localizado a ella, a un mismo tiempo. Lo que se llama una casualidad. Con dos cucharadas de azúcar, pero sin leche, y muy caliente. Aquel algo que tanto había buscado, debajo de las piedras, de su cama, entre los libros de la vieja estantería y entre el polvo de sus discos. Y resultó estar mucho más allá, o no tan allá, pero sí muy lejos, y muy cerca al mismo tiempo.
La dijeron mil cosas acerca del momento de -después de. Cuando el desaliento acaba y la pena se hace rutina, y ya no hay mil cabezas que se giran a tu paso para observar tu estado de ánimo. Cuando el sentimiento atroz ya no es noticia de última hora, sino costumbre cotidiana que piensa instalarse durante tiempo indefinido. Y del momento del -antes de. La trataron de hacer recordar cada escena, cada flashback, cada momento, para localizar el instante en que empezó a ir mal. También le contaron cosas sobre la superación personal, o algo parecido, y sobre cimas de montañas que la estaban esperando para que viese las cosas con altura, a pesar de que él se quedase abajo.
Y muchas otras cosas, como que era demasiado joven para cometer errores de tal tamaño, y que debía de echarse atrás antes de cometer los mismos que muchas generaciones pasadas. Y escuchó también que era pronto para todo, pero tarde para cambiar. Que lo que empieza acaba. Que se nos escapa.
La cantaron canciones con las que sentirse identificada, fuerte, triste o consolada. Poemas con los que suicidarse ipso facto por el aura de pena que traían consigo. Recibió más de veintisiete abrazos (allí perdió la cuenta), con frases alentadoras a su paso. La hicieron sentirse fuerte y capaz de cerrar una última página que ella sabía perfectamente, no estaba ni siquiera terminada.
Le quedaba la mitad del argumento, la postdata y la firma, con su dedicatoria, claro. Los demás solo veían un puñado de tachones e insistían en cambiar de cuaderno, pero qué sabían los demás, de hecho, qué sabía cualquiera sin su nombre y apellidos, sin su almacenamiento de recuerdos-fotogramas.
Detrás de todas las frases, de todos los consuelos y todos los mensajes de ánimo, estaba ese algo. -Aquello que nadie había encontrado. Con eso solo se podía enfrentar ella, la gente no podía siquiera imaginarlo. Para entenderlo había que descubrirlo.
Quizá era ese ente lo que, después de todo, la acunaba por las noches. Lo que la decía -No la rompas, esa cuerda no es otra cualquiera.
Lo que, después de tardes entre vodka, clamoxil y gritos femeninos de revelación, la entregaba en forma de melodía el olor a verano, el zumo en la cama y los besos en los portales.
Lo que le hablaba por las noches en forma de canción, una canción con pocos acordes y unas pocas modificaciones para evitar soserías, pero una canción, en
M
A
Y
Ú
S
C
U
L
A
S
Quizá era ese algo lo que rompió el hilo, fruto de la casualidad, y refiriéndonos claro al hilo visible, y no al metafórico, para plantearla -Y ahora te puedes ir. O puedes quedarte, y arriesgar.
Lo que la llevó al puente en el que ya nadie quería a nadie.
O qué coño, quizá, sí había alguien queriendo a alguien.

Solo que no era el momento justo...






Era una cuestión de tiempo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

¿A quién te quieres parecer?

-Estúpida. Arrogante. Metomentodo. Valiente puta, ignorante, ingenua. Estúpida, estúpida, estúpida, estúpida. Conseguirías cualquier reto que te propusieses si para alcanzarlo se precisase la subnormalidad en estado puro. Cabezota. Tozuda, incompetente. Niñata. Estúpida. Estúpida. Eres un correveidile de la insignificancia humana; un hazmereír en la mesa redonda de los idiotas. Una ilusa que quiere jugar a ser una incomprendida porque la sencillez es demasiado simple para ella, cuando en realidad, es el sitio que le corresponde. No se si echarme a reír, emborracharme, como haces tú, para huir de los problemas, o largarme sencillamente, sin decirte nada. Ridícula. Patética. Patética... Nunca conseguirás huir de tu jaula. Nunca conseguirás nada, a decir verdad. Eres una cobarde, eres nada. Eso, nada. Nadie va a recordar tu nombre, ni una estrella en Hollywood hará honor a tu triunfo. Siempre serás la primera empezando por la cola. Y tú lo sabes. Y yo lo sé.
-Si tan bien lo sé, no creo que me haga falta un recordatorio.
-Sí, te hace falta. De lo contrario, mañana estarías volviendo a pensar que puedes cambiar el rumbo de tu vida y de la del vendedor de periódicos de la esquina. Que puedes hacer algo por el mundo, o alguna de esas estupideces con las que a menudo amaneces. Sola. Para variar.
No sabía por qué, después de tantos años de discusiones enrevesadas y enrebesugas, seguía abriéndole la puerta cuando llamaba desesperadamente. Cuatro veces y media, como siempre. Así se le reconocía facilmente y no eran necesarias preguntas estúpidas ni interrogatorios. Seguía recibiéndole allí donde estuviese, en su dormitorio, en su cocina, en la silla de al lado de la biblioteca o burbujeando junto al gel de baño de vainilla. Nunca sabía cuando podía presentarse, pero sabía que nunca sería la última vez. Y esto la enfadaba, pero por otro lado la reconfortaba enormemente; era como una garantía contra la soledad, la ceguera y la cordura. Quería que octubre contemplase sus tropiezos y sus mejillas, mil veces saladas, y la meciese entre riñas y gritos, hasta hacerla dormir, tranquila, sosegada, convencida de que alguien más se encontrase en la habitación con ella. Que esperaría a que sus ojos y sus pensamientos estuviesen cerrados para irse, para evitarle la angustia.
-Eres una cobarde. Me decepcionas. ¿Qué pretendes? ¿Quién quieres ser? ¿Y por qué? A veces me avergüenzo de estar aquí contigo.
-Cállate ya, viejo loco. No me dejas pensar.
-En ese caso, me callaré. No te preocupes, no diré una sola palabra, con tal de que esa cosa que tienes encima de los hombros, elucubre algo más que mierda y plastilina. Puedes empezar. Voy a quedarme aquí, en completo silencio, todo el tiempo que haga falta.
Pelo naranja sabe que está loca, pero a pesar de ello, se ha cogido cariño con los años. Vuelve a doblar la almohada con gesto somnoliento y, justo en frente suya, allí está, en la ventana. Una azotea que el cristal la permite ver, de nuevo. El cristal, pero no las circunstancias. Piensa que quizá él también se encuentre hablando solo,o con alguien de innata conversación. Posiciona la almohada hacia el otro lado y gira la cabeza lentamente, las vistas hoy, le dan dolor de cabeza. Mejor dejarlas para los días festivos.
Él suspira exageradamente. Ella también, ¿por qué no? Está demasiado aburrida como para no seguirle el juego.
-Si pudiese hablar, te diría que, si tuvieses valor, no estarías aquí, mirando solo lo que esa estúpida ventanita te permite ver.
-No tengo valor.
-Ya lo sé, solo jugaba a las hipótesis. Antes te gustaban mucho. Lástima que el amor te vuelva gilipollas.
-Si no tuviese valor....
-....¿Sí?
-Nada. Buenas noches.
-Si no tuvieses valor, no te habrías enamorado de él. Los hay a miles. Mucho más fáciles. Altos. Guapos. Listos. Divertidos. Pero... existe él. ¿Verdad? Sí. Tienes razón. Hay que tener valor.
La chica de las casualidades verdes, desesperaba con cada una de las palabras que el ser abstracto pronunciaba.
-La gente no se enamora por cuestión de valor. Qué sabrás tú. Las personas se enamoran porque llega alguien y te hace creer que los días con lluvia serán primaveras, que los domingos nunca más serán días de mierda, y que las malas inversiones se arreglan con no entender de economía. Que los puentes públicos se convertirán en escritos, que, sí, algún día la lluvia se llevará, pero ¿qué coño importa? Puede irse la tinta, pero el mensaje se queda. Da igual cuanto tiempo pase, da igual que llueva, que nieve y que diluvie. Da igual que pasen cincuenta años y el puente ya no exista. Da igual que estemos muertos. De eso se trata. Te hace ver que todo da igual, que todo irá bien, que nada más importa. Que los demás son hormigas. Y tú te lo crees. Vamos que si te lo crees. Te hace cantar más alto en la ducha y hace que se te pongan los pelos de punta con una jodida canción que ni siquiera te sabes. No es cuestión de valor. No. Para el amor no hay que ser valiente. Simplemente, hay que estar vivo. Y entonces llega alguien, y te hace ver que vivo, estás a partir de ese entonces. Que estabas equivocado. Que la vida vale la pena, y que todas esas frases cursis y vomitivas de las canciones, y esos tópicos, antes impronunciables, tienen sentido. ¿Lo has entendido ya?
Octubre la contempla, la observa detenidamente mientras intenta encubrir su gesto de sorpresa, de fascine, de satisfacción ante la explicación de la tipa desesperada, despeinada y sin maquillar.
-Claro que lo he entendido. No soy idiota.
-Entonces, buenas noches.
Ella dobla su almohada por última vez, con actitud violenta, y hunde la cabeza en ella muy despacio, dejándose caer.
-Me llaman Octubre desde que solo hablas de él.
-He dicho buenas noches.
-Ya y ¿sabes lo que digo yo?
-Qué.
-Que no eres tan estúpida como pareces la mayoría de las veces.
-¡Gracias!
-Las que tú tienes.
Octubre se levanta del alfeizar de la ventana y se dispone a abrir la puerta sigilosamente, no quiere despertar a los vecinos. Se coloca el sombrero de copa y se ata con un ritmo pegadizo los cordones.
-Octubre
-¿Sí?
-¿Esperarías a....
-Como no.
Y, antes de dejarla terminar la pregunta, allí vuelve a colocarse, en un lateral de la cama de la chica que, poco a poco, deja los párpados caer. Y allí piensa quedarse, sin que nada le mueva, salvo el tiempo, claro. Hasta que se quede dormida del todo. Hasta que no tenga miedo, ni prisa, ni angustia, ni desasosiego. Ni pena. Ni tristeza, ni lluvia en las pestañas. La arropa dulcemente y tararea su canción preferida, las yemas de los dedos acarician su tez.
Y es que él puede ser muchas cosas, causantes de rabia y desesperación.

Pero, aunque imaginario, Octubre también tiene un corazón.

sábado, 9 de abril de 2011

Cobarde.

Pelo naranja no tiene todas las respuestas.
Pero sabe, y muy bien, que sin Ojos claros la vida sería menos amable, menos humana y mucho más rara.

viernes, 18 de febrero de 2011

No creo que sea tan mala inversión azucararse.

La maniataba una cadena de sinrazones. Quizá era a causa de que el cristal líquido esparcido por sus encías (una noche más), no acataba órdenes de la lógica ni la ética. Allí, sentada en frente de su ya jubilada máquina de escribir, pensaba en esos edificios de ladrillos rojos, cerrados por derribo, adornados con esas vallas amarillas tan prohibitivas como tentadoras. Siempre le había gustado pararse en medio de esas estampas ahuyentadoras de esperanza, llenas de desconsuelo, el reflejo de unos planes de futuro que se vieron obligados a salir por la puerta antes de que ésta se viniese abajo. "Qué triste", pensaba, mientras, alejada de un mínimo resquicio de preocupación o realidad común, encendía su último cigarrillo, de una marca que ya no era la suya, para que con el papel quemado, se fuesen los desdibujos de un mundo hostil y apesadumbrado del que ella nunca había querido percatarse. "Yo prefiero entenderme con mis voces", se decía, susurrando alguna canción de la cual no recordaba el nombre, aunque la prestase su total atención cuando era emitida en la radio,entre catástrofe y catástrofe.

La chica de las casualidades vivía en algo así como una línea paralela que, como propiamente redunda, estaba paralelamente fuera de aquella salvajada que pretendía vestirse de ciudad. Porque sabía muy bien (no era nada tonta, ciertamente) que el infierno tiene vestidos para aburrir en un armario bastante más ordenado que el suyo.
Y, como su armario, su corazón, enladrillado a fuerza de unos besos que ya no eran sino el camino de baldosas amarillas que la llevaba a esbozar, no sonrisas, no, carcajadas amplias y brillantes en un fondo blanco. Porque bien sabemos todos que una carcajada no lo es del todo si no tiene un blanco traslúcido al fondo. O quizá era solo su teoría, pues la gente abusaba demasiado de los colores para expresar su estado de ánimo, y quizá no eran otra cosa que burdas mentiras vestidas de azul, o de rojo, según el escozor del lagrimal. El blanco era neutro y sencillo, como ella. No le gustaba la carne demasiado hecha, ni demasiado cruda. Puestos a elegir, prefería una buena tarrina de helado que, al menos, no exige una postura decisiva. O un buen encontronazo entre las sábanas de siempre con el chico que no podía llevar añadido un "siempre" a sus espaldas, pues no tardaba más de cinco pensamientos en romperla los esquemas estrepitosamente. Así, sin avisar.
Y es que, ese tipo de sonrisa azucarada, no dejaba de entrar en sus más recónditos rincones para dejarle la boca en una gran forma de O.

Porque Pelo naranja le conocía mucho. Sabía que adoraba los espaguetis de su casa y que no escatimaba en gastos cuando se trataba de una buena sorpresa, aunque no fuese capaz de mantener el propio secreto para él mismo, destripándole así alguna pista o un señuelo, sin siquiera quererlo.
Sabía que cuando enunciaba una frase equivocada y ella se la corregía, el acostumbraba a repetir la frase con cierto tono sarcástico y algo avergonzado, como tratando de cubrir con la risa el irrevocable equívoco, que con la ayuda de un quién o un qué, era olvidado en menos de lo que dura un paseo por un paso de cebra.
Sabía que quería ser un gran bajista en un futuro, que tenía sueños, lejos de allí, muy lejos, pues era un pez grande en un estanque pequeño, y quería encontrarse con el océano. Algún día, claro. Cuando la vida se lo permitiese. O el dinero, que, en algunos casos, puede definirse como un sinónimo práctico de lo anterior.
También conocía perfectamente el modo en que sonreía, en cada una de las circunstancias que se diesen, tanto debajo de una farola como pisando las hojas de un camino sin rumbo, uno de esos que simplemente se emprender por caminar. A lo que estaba muy acostumbrado.
Su afición por mirar películas y poner su reproductor de música aleatorio en momentos tristes. Que su escondite secreto era un lugar lleno de árboles que, entre suaves movimientos impulsados por el viento, disimulaban mirando hacia otro lado, tapándose los oídos que tienen y que nadie ha visto nunca, para hacer eco a sus gritos desesperados.
Sabía de sus celos. No unos celos cualesquiera, no, como esos que leen el periódico en el autobús y se injertan en el primer persón que ven, con ánimo de desmoralizarle el día a golpe de hipótesis de traición, de reemplazo, de catástrofe, de fin. Era algo más pausado, un ritmo melódico que le hacía bailar entre un hecho que llevaba allí ya un tiempo, que era que no sabía querer con el freno de mano puesto. Que la necesitaba. Sin saber (o haciendo que no sabía), que era más que recíproco, continuando su baile hasta límites infinitos, donde las notas más agudas se clavan en los pies como chinchetas. Oxidadas, además. Y, aunque pareciese el borde de lo egocéntrico, aquella danza repleta de celos la hacía sentirse protegida. Importante para alguien en aquel mundo de peces gordos con corbatas y carnets.
También sabía que regía sus quehaceres con música, siempre, desafinando estructuras bajo el chorro de la ducha.
Que algo, casi siempre, le hacía llegar tarde. Que gustaba de calzar calcetines de diferentes colores, por a saber qué loca. Que podía sacar cualquier canción de oído. Que no le hacía falta tragarse las frases de los libros para entender las lecciones de filosofía. Que no se le daba bien el inglés, como había repetido en muchas ocasiones. Que apagaba sus frustraciones con vasos de agua. Que necesitaba respirar el aire de la calle para sentir que un día había valido la pena. Que no le valía la supervivencia, sino vivir. Que tenía un super poder que pocos conocían de cerca, y cada vez que se le rompía algo, se le regeneraba, volviéndose más fuerte.
Sabía como se llama su animal de compañía y su abuela. Su color favorito y el día que le regalaron por primera vez, propiamente dicho, una virginidad.
Que no le atraían demasiado las compras, y era capaz de negar que se aburría hasta esconder el último de sus bostezos, con tal de evitarla una preocupación.
Sabía cual era su plato favorito y su número de pie, el color de las paredes de su habitación y el día de su cumpleaños.
Sabía muchas cosas, a simple vista, con lo que la tipa podía sentirse satisfecha, completa, segura, realizada.
Pero, entonces, sucedía. Entre edificios cerrados por derribo, y planes de futuro desahuciados, aquello tenía lugar.

Él entonaba una frase, con cierto tono o cierta sonrisa.

Y ella, sin más remedio, encendía otro cigarrillo. Quizá no el último. Quizá incluso su marca favorita.

Y, entre caladas y una ligera sonrisa, exhalaba la sorpresa escondida de todo lo que le quedaba aún por saber.

viernes, 11 de febrero de 2011

Amantes con guantes.

Cuando no podía dormir, imaginaba que estaba en una playa y nada podía hacerla daño. ¿Quién se iba a atrever? Nadie puede hacer daño a la gente con gafas. Ni siquiera las de sol, en este caso. Era una playa en la que hacía un calor tremendo, con uno de esos soles estremecedores que suicidan cada gotita que recorre sin éxito un cuerpo que desconoce, y que dejará de ser suyo en un instante.
Solía pensar, cuando estaba sola en las noches en las que su madre se ausentaba por razones de trabajo o derivados, y la candorosa compañía de los demás brillaba por su ausencia, que una playa con un sol resplandeciente cargado de vitamina D, la protegería de cualquier daño. Curioso, ¿verdad? Aquello la hacía sentir un alivio inexplicable, algo así como un orgasmo en cada uno de sus sentidos, un atisbo de luz protectora en la oscuridad de su dormitorio, en el que ni siquiera la tenue luz del flexo podía hacerla sentir más segura, menos frágil. Menos rota. Dormía a oscuras, con el corazón gritando a voces, con el miedo entrando en su cuarto a hurtadillas, muy pequeñas, casi imperceptibles, pero sonoras y bruscas para los oídos de la chica, que, además, sabía que sin zapatos que calzar no podría defenderse.
Y es que, como ella bien sabía, por más que imaginase una playa sin rumbo ni horizonte, estaba sola y tenía miedo.
Quería un beso de buenas noches y un colacao bien caliente acompañado de un buen programa de televisión, o qué demonios, de teletienda, si la compañía fuese buena y apreciase su sentido del humor.
Pelo naranja se sentía sola, que era mucho peor que el estar sola a secas. Quería algo más que estar en una playa, quería oír la televisión de fondo para que sus párpados se cerrasen satisfechos. Quería comer una tarrina entera de helado de chocolate y encontrar por fin el hilo que la cosiese bien, de una vez por todas, la herida que tan vilmente le había producido el aburrimiento de eso que los demás llamaban amor. Aquella brecha desmesurada que, con el tiempo, había creado una costra putrefacta que esperaba nadie pudiese nunca apreciar a ver. No se equivocaba, pocos se paraban a mirar qué le sucedía en ese órgano tan rojo como amoratado. Preferían mirarla desde fuera, contemplar el color de su pelo o el esbozo de su sonrisa y, tras escasos (y sin embargo, nada intensos) minutos de conversación, marchaban por el mismo camino que habían cogido hasta ella.
Sí, Pelo naranja quería muchas cosas, pero, en realidad, la que más le apetecía era saber el por qué de su miedo, en aquella casa en la que sabía nadie podía hacerle nada. La llave estaba echada. Dos vueltas, como su madre bien la había enseñado. Sabía que no tenía miedo de un ladrón, ni siquiera de uno de esos dragones amarillos que su amiga Srta Realidad le había contado que aparecían tras una gran dosis de LSD. Tenía miedo de levantarse un día sin encontrar el calcetín izquierdo y de no importarle a nadie. Pero no eran miedos físicos. Eran miedos que no le importaban a nadie. Ni siquiera a ella. Ni un poco.
Con el tiempo, la niña de los corazones en los puntos de las íes, aprendió a beberse el colacao sola, bien caliente, claro, y, a ser posible, con la tele apagada, sin necesidad de programas burlescos sedientos de cerebros vacíos, para poder dormir. A apagar el flexo y cerrar la puerta de su habitación incluso sin haber echado la llave. A dormir sola. A pronunciar un "buenas noches" para que tropezase con las paredes de la habitación y rebotase con un inexistente eco, a sus oídos cansados de no realizar ninguna función. A dormir sin ninguno de los calcetines, para evitarse el susto al despertar. A esperar a que llegase la mañana siguiente para ver de nuevo la luz del sol, ese sol de verdad, de Madrid, sin vitamina D ni productos eliminatorios de gotas de mar recorriendo los pies, y darse cuenta de que tenía unas cuantas llamadas perdidas en el móvil; lo que la hacía sentir un incontrolable frenesí de sentirse necesitada por los demás. Ese frenesí que, seguramente, era natural para muchos otros. Pero ella era la excepción que confirmaba la regla. Como tantas otras veces, la gente la dejaba sin respiración.
Pero de eso, hace ya bastante tiempo, y con el tiempo, aprendió otras muchas cosas, aquella chica que anhelaba una nueva máquina de escribir. Descubrió el hilo que la protegía de cualquier infección proveniente de fuera, y añadió varios botones para evitar futuras suturas.
Y descubrió otros muchos qués. Y algún que otro quién, se coló de incógnito.


Aquel día, concretamente, era sábado 12. No lunes 16, como solía pasarle, no, esta vez el soniquete de la lluvia la había avisado a tiempo.

Eran más de las dos de la mañana y Pelo Naranja observaba uno de esos programas en los que, si llamas inmediatamente, te dan dos productos al precio de uno. Una oferta indiscutible. Tomaba su colacao caliente, (más frío de lo normal), y, sin embargo, no sentía el vacío que hacía algún tiempo, la había violado el corazón y el alma.

Porque, cuando Pelo Naranja no puede dormir, piensa en que detrás de la gente, está su persona, con una chaqueta de cuero rota por una manga y unas converse negras, esperándola para ir a un sitio que sólo ellos conocen. Unos campos de fresa, o algo así, dicen ellos.

Y, segura de que al día siguiente el sol seguirá brillando, abandona la extraordinaria oferta de dos mopas anti polvo al precio de una para aventurarse en uno de esos sueños en los que las nubes son algodón de azúcar, y los piratas comparten con ella una buena botella de ron. Y se le cierran los ojos, sin más. Sin miedo. Sin soledad.

Porque, en este preciso momento, el único miedo que puede meterse a hurtadillas en el cuarto de la tipa de sonrisas imantadas, era que él, de repente, no estuviese.

Y, con ese, si que no podía.

Por eso, en silencio, con el flexo apagado y sin un buenas noches, prefería imaginar el dulce canturreo de su canción.


Una canción que, por mucho que el miedo intentase forzar la llave desde fuera, podía arroparla hasta hacerla creer que la teletienda era una dulce melodía entre patas y antenas.

viernes, 4 de febrero de 2011

Indecencia.

No merece la pena vomitar palabras, pensó antes de apagar la pantalla, dulcemente.
Como si de algún modo, la euforia del corazón fuese a apagarse con ella.

sábado, 8 de enero de 2011

Luis XVI no era más que otro tipo.

La gente hace sus historias. Algunos para repetirlas una y otra vez, otros para reprochar errores ajenos del pasado, otros para subir un escalón en una reputación llena de charcos y para bajar todos esos dedos índices apuntando a modo de metralletas, y otros, sencillamente, para poder dormir.

Sea como fuere, la gente hace sus historias. Algunas permanecen, se escriben, se trasmiten de progenitores a primogénitos, y de barrenderos a vendedores de helados. Otras se olvidan, por pereza o aburrimiento de la imaginación, que puede ser tan pronto una tormenta de inspiración, abundante de relámpagos metafóricos y de hipérbatos en los parabrisas de los coches, como un charquito, sin botas de agua que lo acaricien. La historia nace y se hace a la vez, lo que la hace dependiente de quién la cuenta y quién la recibe. Nunca podrá expresarse por sí sola, necesita un aliento, un empujón bravo contra el viento de poniente, que son los tapones para los oídos, los preservativos y los cubos de basura. Y el amor. El amor también es como el viento surgido del punto cardinal por el que el sol, todos los días (menos los festivos) se pone.

Pelo naranja sabía más de cien historias, y aún así, había suspendido la asignatura más de cinco veces. A ella le era mucho más fácil recordar los datos anatómicos que él le mostraba casi todos los días, su modo de caminar, de hacer ruido con los labios con la ayuda de una palmada en estos, y el roto de sus zapatillas. También le era muy fácil recordar sus historias, no inventadas por él, historias ya hechas que alguna vez la contaron, pero ella no prestaba atención. Podría hacer una redacción de folio y medio acerca de sus amigos, de cómo se echaba el champú en la cabeza, o el gel, quién sabe, porque nunca había distinguido bien esos sencillos conceptos. Y del triángulo de las bermudas, del que jamás había tenido idea, ni siquiera tras leer más de 5 veces Los viajes de Gulliver.

La vida le sería mucho más fácil si la examinasen acerca de ese tipo. Mucho más fácil, mucho más cursi, las nubes serían de algodón de azúcar, la lluvia sirope de caramelo (que no de chocolate), las carpinterías venderían regalices, las ambulancias transportarían diabéticos y los bulímicos se suicidarían. Pensándolo bien, sería el acabose. Así que mejor lo dejaba en lo que era, una hipótesis, y un gran hecho: un cero en historia del mundo contemporáneo.

¿Y quién coño hizo esa historia? La gente debería replantearse qué le enseñan a sus hijos en esa cámara de tortura, porque quizá los grandes genios no se encuentren en el barroco, ni en la época renacentista, quizá el más genio de los genios se llamase Salvador Dalí , como ella pensaba, y el más importante cursor del mundo no fuese otro que el que día tras día le dibujaba una sonrisa de fresas, para luego merendársela. A ella. No a las sonrisas.

O un tipo que toca, sin importarle apenas que diluvie, que el suelo esté mojado y que el frío cale sus dientes, una batería de cocina y dos botes de pintura acrílica Doctor Bucketman, a un ritmo más incalculable que el que el oído humano puede anticipar. Y ganarse diez euros de propina, por haberse metido en un rincón de la mente para siempre. Por haber complacido a un corro de gente que, con hipotecas, malos sueldos, gritos en casa, enfermedades, malas notas, teléfonos averiados, mal de amores, orzuelos y urticarias, se olvidó por cuatro minutos y medio de que había algo más en el mundo a parte de una olla con capacidad de dos litros, y cuatro trastos más.
La gente hace sus historias. Las mete debajo de la almohada, con gesto somnoliento mientras duerme, y después las olvida, como si jamás hubiesen tenido lugar. El ser humano es idiota, pero a veces, hay que darle la razón.

Ella también pensaba que la historia la formaban ese tipo de gente, el hombre que pedía en la calle, pero tocaba el violín y ponía la banda sonora de un beso, la chica que servía los mejores perritos calientes de Madrid y el chico medio rubio que soñaba con una reverencia. El voluntariado contra las minas anti persona en Somalia. Simbad el marino. Stiff Urkel. Como no, el tipo que barre.

La muchacha de pelo naranja sabía que, tras su frustración, debería ir de todos modos a la recuperación de Historia del mundo contemporaneo. Y que la aprobaría, aprendiéndose de carrerilla todos los reyes del antiguo régimen, del régimen liberal y del capitalista. Y que tras ese vómito absurdo de palabras, cogería plaza en una buena universidad, y llegaría muy lejos, como una gran publicista que, en sus ratos libres, jugaría a ser aviadora en el sofá de su casa.
Pero le quedaría la gente por las calles. Porque Madrid no tiene un gran río, ni un mar que lo rodee. Pero tiene al señor que vende churros, que también hace historia, logicamente. A los chicos que patinan por la calle.

Y, en sus noches de hastío, se concienciaría de lo estúpida que fue esa asignatura. Y almacenaría en el recuerdo (aunque no hubiese examen futuramente), a todas las personas que fueron eso: personas, y no gente.

Porque como ya he dicho, la gente hace sus historias. Ella las guardaba en su vestido blanco y negro que despidió con ella el fin de año, en las zapatillas que tantos impulsos habían dado para concluir la despedida en un beso, y como no, las guardaba en... ella. Que era el mejor recipiente en el que guardar cualquier cosa. Menos la ginebra, claro. Esa, para otros.
Y tras pensarlas, se daría cuenta de que ella misma, al pensar en los otros, estaba creando una historia propia. Que otro alguien recordaría, despotricando contra la clase de historia, quizá, o para evocarla antes de dormir.

Quizá, quien sabe. Mientras tanto, se conformaba con poder dedicar sus emociones ebrias y lascivas a alguien que fuese a guardarlas también en una prenda, en un colchón o en la cartera.

Al chico de esta historia. A ti.

miércoles, 5 de enero de 2011

Para ver el arcoiris, has de soportar la lluvia.

Quizá debería haber obedecido a aquello de que lo bueno, si breve, dos veces bueno; y haber retirado aquel vaso en el que dos hielos se resistían contra la inconfundible victoria del gintonic. Sí, quizá. Pero aquellos cubitos de agua congelada, no eran los únicos que se veían las caras con aquel poderoso amante de noches largas y penas mayores aún. Si era sincera consigo misma, debía reconocer que no era en absoluto una persona fuerte; encajaba perfectabente con el perfil adecuado para caer en las garras del alcohol que, entre vaivenes de un borde a otro del vaso, buscaban sus labios desesperadamente.

Debería haber recordado a su padre, contándole las historias tan tristes de la guerra civil antes de darle el beso de buenas noches. Aquellas historias de estudiantes con flequillo, pantalones de campana y un mayo en París. Podría haberlo hecho y así haber sentido verguenza de su persona, acabando con aquel ritual que solo consolaba a los más tontos, y a los más solos.

¿Lo hizo? No. Estaba tan borracha que creía que en cualquier momento, no podría soportar más su cuerpo y el suelo le serviría de cama. Algo más acogedora que la suya, seguramente, pues aquella, poco calor podía darle ya, tan vacía y tan muerta; como ella, en definitiva. La ebriedad le pesaba en los párpados, la evadía de los demás que, entre gritos y pitos, la invitaban a pasar por la embriagadez mental del círculo amistoso, entre risas molestas demasiado sonoras, para su gusto, y entre un montón de gente entre la que no se encontraba el rostro que ella buscaba.

Le resultaba triste explicarse una y otra vez con la misma frase, cuando preguntaban por aquel que ya no estaba. "¿Él? Ah, no, ya no..." Explicarlo, además, con una soltura que no sentía, una naturalidad que no tenía. Pero sabía que era mejor que derrumbarse y decirle a cualquiera que aquel chico de zapatillas viejas se había ido de su vida por la misma razón que se va octubre. Con las mismas desastrosas consecuencias. Y aún peores. Las hojas pueden barrerse, pisarse y romperse. Pero, ¿quién puede barrerse el corazón?

A dos tropiezos por zancada, volvió a casa esquivando los pocos charcos que quedaban de la lluvia matutina, y las arcadas, llenas de palabrería que solo llevaban a una equivocación. Lo que había definido como el sentido de su vida, ahora tan solo era eso, una equivocación. Pero en medio de aquel pensamiento le invadió esa sensación de no resignación, de que aquella definición de error, no era cosa suya, sino de él. Pero ella prefería recordar las cosas como las vivió. Y aunque recordarlo de un modo azucarado le producía una punzada insoportable en alguno de los intestinos, siempre sería mejor que inventarse los malos tragos que nunca sufrió, como consuelo para que ya nada de aquello existiese.

Se les gastó el amor de tanto usarlo.

Fin.


Pelo naranja retiró la hoja de la vieja máquina de escribir y la guardó en la carpeta azul, aquella que habitaba con frecuencia en el tercer cajón del escritorio, llena de cuentos desesperados e inútiles.

Le encantaba desdibujar corazones de gente que nunca había existido, colocándoles al borde de la desesperación, y de un puente en carretera, de vez en cuando. Al ver la llamada perdida en el teléfono, se apresuró a pintar una vez más a pintar sus labios de un rojo artificial, se colocó como pudo la chaqueta y guardó en el bolsillo más pequeño el paquete de tabaco.

Casi corriendo, cerró la puerta y bajó de tres en tres las escaleras, dejando tras de sí las zapatillas viejas, los hielos nómadas de un estado a otro, el desamor y el alcohol, esos pájaros esquivos que, más de una vez en el pasado, intentaron colarse en su cabeza para dejarla vacía, y que habían sido totalmente destituídos por una única silueta a la espera en la más vulgar de las barandillas.

Porque, obviamente, se trataba de una historia inventada. Podía ser factible que la chica guardase sus más atópicos y atípicos sentimientos en algún sitio secreto, y es más, que ese sitio, fuese una carpeta. Podría ser que la carpeta estuviese en el tercer cajón de su escritorio, y que estuviese decorada, con las gomas a rayas, con fotos del otoño. Podía ser. Claro que podía ser.

Pero la carpeta de la tipa, sin ninguna duda, no era de color azul.