Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

viernes, 11 de febrero de 2011

Amantes con guantes.

Cuando no podía dormir, imaginaba que estaba en una playa y nada podía hacerla daño. ¿Quién se iba a atrever? Nadie puede hacer daño a la gente con gafas. Ni siquiera las de sol, en este caso. Era una playa en la que hacía un calor tremendo, con uno de esos soles estremecedores que suicidan cada gotita que recorre sin éxito un cuerpo que desconoce, y que dejará de ser suyo en un instante.
Solía pensar, cuando estaba sola en las noches en las que su madre se ausentaba por razones de trabajo o derivados, y la candorosa compañía de los demás brillaba por su ausencia, que una playa con un sol resplandeciente cargado de vitamina D, la protegería de cualquier daño. Curioso, ¿verdad? Aquello la hacía sentir un alivio inexplicable, algo así como un orgasmo en cada uno de sus sentidos, un atisbo de luz protectora en la oscuridad de su dormitorio, en el que ni siquiera la tenue luz del flexo podía hacerla sentir más segura, menos frágil. Menos rota. Dormía a oscuras, con el corazón gritando a voces, con el miedo entrando en su cuarto a hurtadillas, muy pequeñas, casi imperceptibles, pero sonoras y bruscas para los oídos de la chica, que, además, sabía que sin zapatos que calzar no podría defenderse.
Y es que, como ella bien sabía, por más que imaginase una playa sin rumbo ni horizonte, estaba sola y tenía miedo.
Quería un beso de buenas noches y un colacao bien caliente acompañado de un buen programa de televisión, o qué demonios, de teletienda, si la compañía fuese buena y apreciase su sentido del humor.
Pelo naranja se sentía sola, que era mucho peor que el estar sola a secas. Quería algo más que estar en una playa, quería oír la televisión de fondo para que sus párpados se cerrasen satisfechos. Quería comer una tarrina entera de helado de chocolate y encontrar por fin el hilo que la cosiese bien, de una vez por todas, la herida que tan vilmente le había producido el aburrimiento de eso que los demás llamaban amor. Aquella brecha desmesurada que, con el tiempo, había creado una costra putrefacta que esperaba nadie pudiese nunca apreciar a ver. No se equivocaba, pocos se paraban a mirar qué le sucedía en ese órgano tan rojo como amoratado. Preferían mirarla desde fuera, contemplar el color de su pelo o el esbozo de su sonrisa y, tras escasos (y sin embargo, nada intensos) minutos de conversación, marchaban por el mismo camino que habían cogido hasta ella.
Sí, Pelo naranja quería muchas cosas, pero, en realidad, la que más le apetecía era saber el por qué de su miedo, en aquella casa en la que sabía nadie podía hacerle nada. La llave estaba echada. Dos vueltas, como su madre bien la había enseñado. Sabía que no tenía miedo de un ladrón, ni siquiera de uno de esos dragones amarillos que su amiga Srta Realidad le había contado que aparecían tras una gran dosis de LSD. Tenía miedo de levantarse un día sin encontrar el calcetín izquierdo y de no importarle a nadie. Pero no eran miedos físicos. Eran miedos que no le importaban a nadie. Ni siquiera a ella. Ni un poco.
Con el tiempo, la niña de los corazones en los puntos de las íes, aprendió a beberse el colacao sola, bien caliente, claro, y, a ser posible, con la tele apagada, sin necesidad de programas burlescos sedientos de cerebros vacíos, para poder dormir. A apagar el flexo y cerrar la puerta de su habitación incluso sin haber echado la llave. A dormir sola. A pronunciar un "buenas noches" para que tropezase con las paredes de la habitación y rebotase con un inexistente eco, a sus oídos cansados de no realizar ninguna función. A dormir sin ninguno de los calcetines, para evitarse el susto al despertar. A esperar a que llegase la mañana siguiente para ver de nuevo la luz del sol, ese sol de verdad, de Madrid, sin vitamina D ni productos eliminatorios de gotas de mar recorriendo los pies, y darse cuenta de que tenía unas cuantas llamadas perdidas en el móvil; lo que la hacía sentir un incontrolable frenesí de sentirse necesitada por los demás. Ese frenesí que, seguramente, era natural para muchos otros. Pero ella era la excepción que confirmaba la regla. Como tantas otras veces, la gente la dejaba sin respiración.
Pero de eso, hace ya bastante tiempo, y con el tiempo, aprendió otras muchas cosas, aquella chica que anhelaba una nueva máquina de escribir. Descubrió el hilo que la protegía de cualquier infección proveniente de fuera, y añadió varios botones para evitar futuras suturas.
Y descubrió otros muchos qués. Y algún que otro quién, se coló de incógnito.


Aquel día, concretamente, era sábado 12. No lunes 16, como solía pasarle, no, esta vez el soniquete de la lluvia la había avisado a tiempo.

Eran más de las dos de la mañana y Pelo Naranja observaba uno de esos programas en los que, si llamas inmediatamente, te dan dos productos al precio de uno. Una oferta indiscutible. Tomaba su colacao caliente, (más frío de lo normal), y, sin embargo, no sentía el vacío que hacía algún tiempo, la había violado el corazón y el alma.

Porque, cuando Pelo Naranja no puede dormir, piensa en que detrás de la gente, está su persona, con una chaqueta de cuero rota por una manga y unas converse negras, esperándola para ir a un sitio que sólo ellos conocen. Unos campos de fresa, o algo así, dicen ellos.

Y, segura de que al día siguiente el sol seguirá brillando, abandona la extraordinaria oferta de dos mopas anti polvo al precio de una para aventurarse en uno de esos sueños en los que las nubes son algodón de azúcar, y los piratas comparten con ella una buena botella de ron. Y se le cierran los ojos, sin más. Sin miedo. Sin soledad.

Porque, en este preciso momento, el único miedo que puede meterse a hurtadillas en el cuarto de la tipa de sonrisas imantadas, era que él, de repente, no estuviese.

Y, con ese, si que no podía.

Por eso, en silencio, con el flexo apagado y sin un buenas noches, prefería imaginar el dulce canturreo de su canción.


Una canción que, por mucho que el miedo intentase forzar la llave desde fuera, podía arroparla hasta hacerla creer que la teletienda era una dulce melodía entre patas y antenas.

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