Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

martes, 31 de agosto de 2010

Lunes con azúcar.

Pensó en escribir alguna cursilada más sobre todas esas cosas que nunca le decía, sí, escribirle sobre el amor, sobre todo aquello que irremediablemente se le pasaba por la cabeza y en cualquier otra ocasión ya habría plasmado en un trozo de papel cuadriculado.
También podría haberle escrito para repetirle (por trigésimo cuarta vez), que, respecto a los demás, y sus geniales expectativas y comentarios acerca de ella misma, la interpretación de lo que ven y oyen, es tan sólo eso, SU interpretación. Y que ellos eran mucho más que tristes interpretaciones de terceros. Eran cada semáforo en rojo con beso incluido. Eran un “no te vayas aún. Quédate conmigo”.

O, por qué no, también pensó en escribirle que aquella tarde, como todas las demás, le había parecido genial, le había encantado, podía haberla saboreado a conciencia. Ella acostumbraba a tipos duros y fríos, a uno y uno; nunca a dos. Sí, pensó en escribir que cuando llegó a casa, su madre la recibió con una mueca poco simpática seguida de una gran charla sobre la irresponsabilidad y la impuntualidad, pero que la voz de ésta no era más que un hilo musical para la de las converse. Ella se centraba en evocar una y otra vez la tercera persona del singular. Y que le encantaba hacerlo. Y otra vez a la nube.

Revoloteó en la hipótesis de sentarse a escribir sobre el tren en marcha, sobre aquella pregunta fantástica y no resuelta de -¿qué estamos haciendo? Quizá no tuviese una respuesta exacta. O ninguno de los dos la supiese, al menos. Y, al menos para la chica, era mejor quedarse con la duda que ir a preguntar a los demás. Además, la duda no era tan mala, después de todo. Estaban en un tren en marcha y habría un momento en el que ya no podrían bajarse sin hacerse daño. Podría haberse bajado antes de partir, antes de que el señor uniformado de la puerta tocase el silbato. Pero no lo hizo. Y él tampoco. Y el caballero gritó una y otra vez "–Viajeros al tren”, y ellos decidieron no bajar. Y sí, quizá se hiciesen daño, pero el dolor es relativo; como relativo era el momento de no poder bajar del ferrocarril. Porque Casualidades no era tonta, y además de saber todo lo que sabía, era consciente de que ya no podría bajar del tren sin sufrir las punzadas que como alfileres se le clavarían encima de las costillas. Sí, esas punzadas que en otro tiempo ya había sufrido.

Pero el dolor es relativo. Y quizá compensaba sufrir ese riesgo. El riesgo de padecimiento, dolencia, suplicio. -¿Qué estamos haciendo? No, ya no le importaba la jodida respuesta. Una vez más, NO, no hay un por qué para todo. A veces hemos de olvidar por un momento la lógica y la precisión, y tan solo dejarnos guiar donde el corazón, el rugir de tripas, o la lívido, nos lleven.

O tal vez le escribiría sobre las casualidades. Una tarde cualquiera en un sitio cualquiera. Un cualquiera. Y si el mínimo gesto o el más pequeño de los encontronazos, no hubiesen tenido lugar, la situación de ambos sería absolutamente distinta. Él, con un poco de suerte, habría conseguido echar mano a esa botella de ginebra que tanto tiempo había buscado, y ella se habría ido por otros de sus renglones torcidos. Y no se deleitaría con cada una de sus sonrisas de dientes simétricos. Y no le colocaría el pelo, ni se colocaría pensado en su guitarra. Y no madrugaría para poder ser puntual. Y no gastaría su dinero en cosas que antes nunca había necesitado. Y no llegaría dos horas tarde a casa, con la italiana al borde de un ataque de nervios. Y no viajaría a tal sitio cuya situación geográfica desconocía. Y no amaría. Y amar ensancha el alma. Y quizá lo que le pasaba a la muchacha de ojos tristes es que nunca le habían conseguido ensanchar el alma de un modo tan superlativo.
Pero ya no la asustaba. Prefería vivir con la seguridad que le daba el vivir al revés.

Y podría haberle escrito sobre otros chicos, sobre otras historias de amores imposibles o alcanzados, conseguidos, perdidos y olvidados. Podría haberle hablado de su canción favorita o de lo mucho que se moría por oírle cantar. O de la placidez, el gozo, la euforia, el yo que sé, que le daba verle cuando daba una calada de su cigarro. Él.

Podría haberle contado lo torpe que se había vuelto su día a día desde que él y sus incoherencias verbales se habían instalado sin previo aviso en una de las puntas de sus cordones. Y también, que de una forma u otra, aquel chico que sorteaba su castidad por días, la había hecho perder los principios en algún momento del trayecto a casa. O del trayecto en tren. O ella qué cojones sabía. Sólo tenía constancia de que él había arrancado de un plumazo sus “Yo, nunca”. Sus “Yo qué va”.

Sí, podría, claro que podría. Pero no.

Ese lunes no le iba a contar nada de eso, se sentó frente al teclado y quiso ser lo más escueta posible, como le dijo que sería. “-Mi próximo texto será mas corto aún”. Lo había dicho. Esa misma tarde. Así que entre el humo del cuarto cigarro del día 30, la chica se sentó en la silla que chirriaba y tras una última calada, y sin titubear, golpeó unas pocas teclas sin pensárselo dos veces.



Me importas. Te quiero.




Apagó el cigarro, y el ordenador. El breve texto permaneció unos pocos segundos más en la pantalla de fibra óptica antes de que ésta se desconectase por completo, siguiendo la orden que ella dictaminó.

Le pareció cómico. Unos pocos segundos. Tres o cuatro instantes fueron los que hicieron falta para que las cuatro palabras desapareciesen de la pantalla. Tres o cuatro. Y sin embargo, algo le decía que a ella le llevaría algo más de tiempo. Bastante tiempo, puestos a confesar.


No, no tenía un corazón de fibra óptica.







sábado, 28 de agosto de 2010

Coscorrones.

"Y que me encantas. Y que te quiero".

Y ahora sabía bien lo que hacía. Y no quería llamarlo asentar cabeza, ni formalizarse, ni ser por fin alguien responsable y serio. Porque ella no era ni responsable ni seria. Nunca había sido una chica razonable, y no lo empezaría a ser a estas alturas. Que tenía dieciséis años, por cierto. Pero eso no quitaba que sintiese como cualquier otra, aunque en su día tuvo el corazón de piedra. Y ahora no. Era independiente y con éxito. Y ahora era mimbre. Puro y duro. Mimbre predecible y nauseabundo, para su gusto.

Y sólo quería decirle que a ella también le encantaba. Y que si supiese, le compondría treinta y ocho canciones cada viernes por la tarde. Que le quería y todas esas palabras que sonaban tan cursis que ella no quería poner en sus labios. Pero eso no quitaba que las estuviese sintiendo y que de algún modo, quisiera hacérselas saber. Y que lo efímero puede estabilizarse y crear la balanza perfecta, y que ansiaba ese momento del modo en que ansiaba su mano debajo de su falda. Sí, quería que se enterase de una vez por todas de que él no era uno más, ni una tirita, ni un parche. Era un hilo rojo que casi de un modo imperceptible arreglaba su descosido.

Y quería decirle, (también), que podría pasar una noche entera hasta las seis de la mañana con seis litros de alcohol en la sangre, y seguiría pensando lo mismo. Porque por mucha que la ebriedad se apoderase de ella, había algo que la empujaba hacia otro lado con más fuerza. Algo así como un buen presentimiento. Si esperas, se pasan. Pero ella no quería que se le pasase, porque prefería la azotea y las clases de física que obviamente, de poco le servirían.

Y dicen que hay que tener cuidado de subirse a una nube sin preocuparnos por la altura, porque cuanto más alto subes, y mejor te sientes... es cuando más duele el coscorrón al caer. Pero llegaban tarde con sus explicaciones y sus consejos, muy tarde. Ya estaba en la nube, y quizá debería plantearse si subir más alto o aterrizar antes de que fuese a más.

Pero Casualidades nunca se planteaba un problema hasta que no tenía ese problema en frente suya. Y por el momento, solo había nubes y alguna que otra luna llena, con un poco de suerte. Y eso que no le gustaba nada esa luna. Es solo una excusa para hacer locuras.

Y tan sólo quería hacerle saber esas cuatro tonterías. Sí, quería que supiese que en el marcador de su vida, las puntuaciones ya estaban apuntadas con ese rotulador que no se borra y huele tan bien.

Ojos claros-1 Resto de tipos del mundo-0

Después de todo, el susodicho no era un cualquiera.




....Rescató su corazón del cubo de la basura.

jueves, 26 de agosto de 2010

Sístole.

Eso de considerarse alguien diferente, no le terminaba de gustar. Había crecido como cualquier niño, con alguna que otra peculiaridad, tales que el paradero desconocido del que decía ser su padre, o la enfermedad incurable de su madre. Una niña completamente normal que, a escondidas, lanzaba las judías verdes por la ventana, y dibujaba corazones en los puntos de las íes.

A efectos cardiovasculares, sin embargo, era otro tema. Tenía el corazón alicatado hasta el techo. Podía decirle que le encantaban sus ojos, o que su sonrisa se asemejaba a la de tal cantante de tal grupo. Y enredarse en sus sábanas entre clases de física, atrancarse accidentalmente en su ascensor, pedirle una canción o un cigarro, según el día. Pero había cosas que no podía decir. Ni hacer.

Y eso que era una tipa lista, hay que reconocerlo. Podía analizar sintácticamente cualquier frase al azar, sí, cualquiera; burlando parasíntesis y hasta las más furcias adjetivales. Separaba, analizaba, y entonces todo era cuestión de darle a cada cual su complemento correspondiente.
Pero los asuntos de sujeto y predicado poco tienen que ver con los de sístole y diástole. Y en eso estaba suspensa. Más que en los logaritmos, que en las funciones y que en estadística. Sí, el amor siempre había sido su asignatura pendiente. Ella y Septiembre estaban hartos de verse las caras.

Pelo naranja no tenía un corazón de repuesto en la recámara. Si se rompía, estaba jodidamente perdida. Y ese era el problema. No quería llegar a ese extremo, pero tampoco deseaba que el de las mejillas rojas desapareciese para evitar roturas o (en su defecto) grietas.

No quería tensar la cuerda hasta romperla. El tira y afloja le gustaba. Pero mantener una balanza en equilibrio en ese estado de ebriedad sentimental, le resultaba más complicado de lo que había creído; Porque, joder, quererle era jodidísimamente fácil.

Y así, un día cualquiera sin fecha y demás datos irrelevantes, se percató de que la cuerda, la balanza y su círculo completo, se la remampinflaban. Absolutamente.

Porque de vez en cuando, entre sus dudas, teorías y reproches indecentes, aparecía él. Y la decía te quiero. E irremediablemente, justo en ese momento, se deshacían todas sus hipótesis del amor propio, la autosuficiencia y la independencia que a tanta conciencia siempre había saboreado.

Y he ahí la gracia. En que, con dos triviales palabras, que hace unos meses le habrían producido una simple carcajada, (o nauseas, dependiendo de su calendario menstrual), por un instante efímero y casi imperceptible, Casualidades se abandonaba a sí misma, y dejaba paso (de nuevo) a la niña que, en su día, dibujó corazones en los puntos de las íes.

martes, 24 de agosto de 2010

¿Te he contado alguna vez lo que pasó el 4 de agosto?

No, no lo hice. Pero sí dije que Pelo naranja aquel día no estaba en el bar. Oh, sí, aquel fatídico día. Podrían haber pasado muchas cosas para marcar aquel día en la historia de la chica de risa bicarbonatada, podría haber encontrado la mención de su amigo Piel tersa por fin en el periódico, como él tanto ansiaba, o haber rebuscado entre las fotos viejas para quitarse espinitas del corazón.

Pero no, no hizo nada de eso.
Ella estaba en casa, con su taza medio llena. Y no tenía intención de salir. Y fue estúpida. Qué digo estúpida, fue la reina de la estupidez. Sabía que tenía que estar en el bar. O no en el bar. En la calle. En el metro. Donde fuese. Donde fuera que no fuese ahí dentro. Porque estaba sola. Y pensó. Y entonces evocó imágenes sin querer hacerlo. Y evocó besos. Y evocó un rostro que inevitablemente era hacía ya días el mismo. Y ella nunca evocaba siempre el mismo rostro, jamás. Era Pelo naranja. La chica de las casualidades. La chica de los -Busco un amante discreto que se atreva a perderme el respeto. Y ahora ya no. Ahora era estúpida. Y ese título era deprimente comparado con los anteriores.

El día 4 de agosto prefirió quedarse en casa. Y, como era de esperar, le explotó el corazón. Sí, no es una forma literal de hablar, pero lo hizo. Porque antes de ser 4 fue 3. Y ella sabía muy bien lo que pasaría si no salía y gritaba y buscaba otro con el que encapricharse. Se lo sabía de memoria. La misma historia, la misma rutina, el mismo mecanismo de defensa. Y sin embargo aquella vez era distinto. No quería defenderse de ese modo. Y entonces se cercioró de que no quería otro encaprichamiento. Que prefería no meterse en otra cama si no era la suya.

Cuando el tren arranca, ya no para. Tiene un destino. No podemos pedirle de repente que pare porque necesitamos bajar. Y ella estaba en el tren. Y en principio se agobió. Y no quería ataduras. Y pensó una y otra vez qué pasaría cuando quisiera bajar del tren y no pudiese. Y lo mucho que dolería tirarse en marcha. Pero ya le daba igual.

Y ya no era 4 de agosto. No, no lo era, porque habían pasado ya 20 días de aquello. Y se dio cuenta de que ya no importaba. Y sí, podía ser estúpida. Pero ya le daba igual que su premio de consolación fuese un pedazo de plastelina blanca, o que el de los ojos claros diese vueltas por un parque para explicarle la diferencia entre desplazamiento y espacio recorrido. Aquello de las eses todavía la aturdía.

No es que le diese igual, es que se le plantearía un gran problema si aquello desapareciese. Llamémosla ilusa. Estúpida. Gilipollas, sí, esa es la palabra. Y quería que no fuese efímero, y un plan de fuga a una playa desierta, vestida de Elvis. Y que el tipo de la guitarra tocase para ella, y leyese su libro, y bajar y encontrarle allí, en la barandilla, como siempre. Y quería muchas cosas. Una letra compuesta y un batido del Starbucks.

Y le quería a él.

Vaya si le quería.

Que ya sabes que la luna a mí, siempre me sabe a poco.

lunes, 23 de agosto de 2010

Con todos ustedes...

-Me enamoré de ella porque se enamoró de mi bolso.

Pelo Naranja creía que había un por qué para todo. Porqués por todas partes. Cada cosa tiene su significado, su causa y su final. Todo tiene un móvil, que lleva a una consecuencia, y ésta a otro móvil, y éste, a otro por qué. Se basaba en la lógica, aunque odiase los números; la precisión era su punto fuerte.

Y entonces aparece alguien, con cierta mirada, o cierta sonrisa. Y sí, suena a lo mismo de siempre, mirada y sonrisa es una combinación cursi y típica, pero esta vez lo merecía. Porque no era una sonrisa cualquiera, ni una mirada cualquiera y, a diferencia de Casualidades, ella NO era en absoluto una tipa cualquiera. Claro que no. Y ella lo sabía.

Le gustaba mirar a la gente. Mirarla y quejarse de todo lo que ellos tenían y a ella le faltaba. Unos vaqueros. Unos ojazos. Unos zapatos bonitos. "Ojalá tuviese yo ese pelo", decía la de la melena. Ciertamente, Pelo Naranja no podía saber nada de la chica sin preguntárselo antes. No se conocían de mucho. Un par de miradas y dos besos. Uno por mejilla. Y sin embargo, tenía la imperiosa necesidad de sentarse y escribirle cuatro líneas. Y tenía un por qué. O tres, o cinco, o veintisiete mil.
Y ciertamente, se preguntó un par de veces sobre qué escribiría. Porque aquella chica de nariz respingona nunca le había contado cuántos lunares tenía, ni si su número favorito era el veintitrés o el treinta y dos, ni siquiera sabía si verdaderamente su color era el azul cielo. Joder, ni siquiera sabía si era más de crispis o de tostadas. Sabía poco más que el valor de su sonrisa, ávida de comerse el mundo, su aficción por los hombres y el tomate (a niveles diferentes, supuso), y que podría pasarse toda la vida comiendo helados de menta y dulce de leche. Con la misma pasión que lo hacía su amiga cuando se saltaba una clase de matemáticas.
Quería escribirle a la chica que pasaba por Gran Vía y se enamoraba cinco veces. Y ella también quería estar enamorada. Y enamorarse con el amor (valga la redundancia) que lo hacía ella. Con esos abrazos tan abrazosos, como ella los denominaba.
Cuando la del pelo naranja llegó a Madrid, se la encontró en un gigantesco paso de cebra. Se cruzaron, se miraron, se vieron. Por primera vez. Le apasionó verla tomar su té con granizado. Su azúcar moreno. La chica de pelo claro hurgó en su bolso y sacó de allí todo tipo de artilugios absolutamente necesarios para sobrellevar aquella tarde. Hurgó en el bolso y sin querer, sin ni siquiera saberlo, dejó un poquito de su muchedad dentro de él. Y Casualidades se lo llevó a casa. Quizá por eso sus ganas de volver a verla. De escribirla.

Le echaba ketchup a las cosas serias y a la vida en general. Su amiga le dijo -Cuéntame cosas de ti. Y ella habló, como habla ella. Porque podía hablar de siete temas a la vez y enterarse de todo. Y reírse. Le encantaba reír. Supongo que reír le gusta a todo el mundo, pero ella reía de otro modo. Se reía de las cosas a su manera. No, no es algo que se pueda plasmar en la pantalla de una CPU. Solo podía decir que no era una puta. Y si lo era, era una de esas zorras santificadas por un euro, en una calle camino de Sol. Una vez conocí a una. Pero eso es otra historia en la que la chica con nombre de helado poco tiene que ver.

La música anticuada. Su dificultad al hablar del sexo. Sus 43 camisetas. Su afición por el cine. Le encantaba el cine. 4 veces por semana. Y viajaría los otros 3 días, porque le encantaba viajar. Pelo naranja aventuraba sabiendo que ella sería aviadora y formarían la pareja perfecta. "Yo te llevo y tú me das conversación". Compartirían el turrón y la leche merengada. Los sueños y el café. Y le contaría lo enamorada que estaba de U2, y la del gorro de aviador escucharía encantada.
Cansada de tanto esperar el amor verdadero, le dio por poner un anuncio en la prensa local: "Absténganse brutos y obsesos en busca de orgasmo". No soy dada a tales excesos, así que escribí: "Te puedo dar todo -añadía- excepto entusiasmo"
Y le encantaba el olor a tierra mojada. Y es algo que le gusta a mucha gente. No rebosa de originalidad. Es, como el tema de la risa. Ella le daba su punto peculiar. Todos sabían que caería en sus brazos si la acariciaban bien las cervicales. Y su admiración por el genero masculino en particular, y la testosterona en general, lo ponía todo más fácil.
Enseñó a Casualidades la pizza más grande del mundo y la cogió la mano en frente de la puerta de Alcalá. Aquí no hay playa.

Para ella, era su premio de consolación. Tenía dieciséis años y dieciséis maneras de disimular mal. Azúcar. Señorita Azucarada para ti.

Terminó de escribir. Se alejó y se fumó el último cigarro de vainilla. Y entonces pensó. Pensó en por qué había escrito. Pensó en por qué tenía esas ganas de subirse a un tren que la llevase con ella, con sus fotos y su leche marinera.
Dio la última calada sin obtener respuesta.
Hay veces que, sencillamente, es mejor no entender el por qué, y limitarnos a sentir, a sonreír del modo en que la chica que detestaba las bebidas con gas, sonreía.



domingo, 22 de agosto de 2010

Gilipollas.

Como despertarse tarde y desayunar huevos fritos. Como gritar. Como salir sin que importe llegar tarde a casa, como la serie completa de Friends, como un helado de chocolate y avellanas de esos que salen de una máquina azul. Como Broken Records cantando A promise. Como cuando nieva tanto que no puedes ir a clase, como repetir postre los sábados, como un masaje con pintalabios en la espalda.
Como buscar formas en las nubes. Como cuando escuchas tu canción favorita en la radio, aunque sea una de esas cadenas que sólo emiten ruido de ese rollo-pop-comercial. Como correr cuando llueve, aunque sepas que el porcentaje de gotas recibidas aumenta según aumenta tu velocidad. Como reír hasta tener dolor en las costillas, ese dolor tan insoportable como embriagador. Como un beso en la estación, como los hasta luego en lugar de adiós, como los "para siempre", como los poemas de Sabina. Como Gran Vía en rebajas, como una pizza mediana de regalo por la compra de una familiar.
Como no saber a que lado de las sábanas agarrarte, como encontrar dinero en los bolsillos de unos pantalones viejos (y rotos), como los viernes. Como un as escondido en la manga. Como la fiebre de verano, las revistas, las rotondas, los semáforos en rojo con beso incluido y los guitarristas en los aeropuertos.
Mejor que los toboganes extra-mega-maxi-interminables, mejor que la droga, mejor que el rock y el vodka. Mejor que las cosas de vainilla y los ambientadores de plástico de los coches. Mejor que romper el papel de regalo salvajemente para descubrir su interior, mejor que Octubre y su otoño, mejor que la lluvia y el olor a lluvia, casi mejor que Madrid.
Mejor que los pasos de cebra, mejor incluso que The Abbey Road, mejor que ver como se disuelven las aspiras efervescentes, mejor que Mary Poppins, mejor que los sellos de los hospitales, mejor que el zumo de naranja de Hacendado y que el olor a gasolina. Mejor que tener el lujo de no tener hambre, mejor que el morbo, los celos, la sangre.
Mejor que explotar globos y que los fuegos artificiales. Mejor que sus historias. Sin duda, (para ella) mejor que el sexo. Mejor que las indirectas directas. Mejor que un plan de fuga, qué digo, mejor que todos los planes de fuga posibles.
Mejor que una casa sola y que un corazón lleno (de parches) , mejor que el parque de atracciones y que las cosquillas. Que el sarcasmo, que las buenas noticias y que una tarde con Piel Tersa y Señorita Azucarada.
Podría arriesgarse y decir que mejor que los Beatles. Mejor que Carolina y el naranja. Mejor que ella. Mejor que la independencia, mejor que ese rollo de los círculos completos.

Los superaba con creces. Él.




Ojos claros.

viernes, 20 de agosto de 2010

Comprar mantequilla y ser feliz.

Pelo naranja sabía atarse los zapatos con los ojos cerrados y subir las persianas para ver las estrellas con los ojos bien abiertos. También sabía que si metes una cuchara en un líquido muy caliente, ésta también se calentará, por la ley de no se qué y qué se yo. No sabría decir qué ley era, porque ante todo, Pelo naranja sabía claramente que lo suyo no eran las ciencias. La chica de las casualidades sabía que dos más dos son cuatro; pero, sin embargo, sabía perfectamente que, dijeran lo que dijesen los matemáticos, dos no es igual que uno más uno.
Sabía que si metes un caramelo de menta en una botella de coca cola, el líquido saldrá disparado por los aires; que Romeo fue estúpido al dar a Julieta por muerta, y que podía aguantar 43 segundos la respiración. También era consciente de que el aceite nunca se disolverá en el agua, que el pez grande se come al chico; Que ella había sido un pez grande en un estanque pequeño, pero aquello era el océano, y sí, se estaba ahogando.
La chica que quería ser publicista sabía que, por paradójico que sea, la Iglesia acabaría ardiendo en el infierno, que nunca debería echarle ácido sulfúrico a la leche, por muy bien que suene como ingrediente, y que los números, como el tiempo, el olvido, y la discografía de los Rolling Stones, son infinitos. La tabla del nueve, el nivel de nicotina de los cigarrillos Black Devil, su número de pie y el cumpleaños de casi todo el mundo que conocía.
Pelo naranja sabía muchas cosas. También hablar en inglés y ver Titanic sin llorar. Hablando de esto último, ella sabía perfectamente que Rose podría haberle hecho un hueco a Jack y así éste no habría muerto congelado, que odiaba Crepúsculo porque la protagonista incitaba la zoofilia y la necrofilia, que una manzana nunca saciará como una doble cheeseburguer con extra de bacon, que las chicas que anuncian dietas adelgazantes en la televisión, necesitan de todo menos adelgazar.
Que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita, que Lucy in the Sky with Diamonds era un mensaje oculto para el LSD, que era una gran estupidez hacer la cama para después deshacerla de nuevo, que si tocas fuego te quemas, y si te quedas solo te mueres de frío.
Sabía que su talla de sujetador dejaba mucho que desear y que necesitaba urgentemente un corte de pelo.
Lo buena que es la cerveza en Alemania, que las casualidades nunca vienen solas, que si no hay noticias, es que la cosa va bien.
También sabía que las malas rachas son como los lunes, que cuando parece que nada tiene solución, aparece el martes y lo arregla todo. Sabía de parches más que nadie, pero sobretodo sabía de rotos.
Jugar al escondite y desabrochar botones. Entender indirectas. Ver películas sin atenderlas, jugar a no ser quien era.
Pelo naranja sabía más de mil cosas y más de mil y tres canciones.

Pero no sabía nada del amor.

Eso le quedaba grande.

jueves, 19 de agosto de 2010

18.

Se puede vivir a modo completo o sencillamente, en rebajas. Los corazones en oferta nunca le gustaron; decía que siempre tenían alguna tara que los dependientes no te enseñaban. Y quizá, oh, sí, quizá, con un poco de suerte, por esa tara te hacían (quién sabe), un 20, un 30, incluso un 50 por ciento de descuento si era un defecto muy grande, un roto irreparable.
Pero ella, Pelo Naranja, creía que para un roto no hay un descosido, que hay parches, tiritas e hilo. Mucho hilo. Kilómetros y kilómetros de hilo rojo.
Era miércoles 18, pero podría ser un jueves 14 y no pasaría nada. Pero no, era miércoles 18, porque el día anterior fue martes 17. Y todos sabemos que al uno le sigue el dos, que después de un día de nubes, viene el sol. O no. Porque puede haber sol con nubes. Y sonrisas, y globos, y LSD, y putas, y orgasmos, y nada, y la calle, y niñas vistiéndose como princesas, y cuerdos de atar haciendo marionetas, y manicomios, y dinero, mucho dinero. Y chupitos de tequila y cucharadas de azúcar, y besos, y cuatro de la tarde, y una canción que no dice nada y un gesto que lo puede decir todo. O no, porque los gestos no tienen porque decirlo todo siempre.
Y qué más, mucho más. Los miércoles están llenos de cosas.
Y le gustaba ese día, y hubiese preferido estar en una isla a miles de millas de la costa y no tener que volver a casa. Porque odiaba volver a casa en los momentos más inoportunos, y aquel lo era.
Le gustaba aquel tipo. Demasiado, pensó.
No quería depender, prefería seguir saltando entre renglones torcidos sin ningún sentido, sin nadie a quien esperar,o del que preocuparse.
Pero esta vez era diferente. Porque por primera vez, era ella la que estaba en rebajas. Allí, en un estante junto con otros llenos de taras. Y él le puso un parche al descosido.
Era un corazón de oferta, al 30 por ciento de descuento. Una oferta tentadora, por qué negarlo.
Porque tenía el pelo naranja. Y de mayor quería ser aviadora, y publicista, y llamarse Merengue y viajar a Ámsterdam. Y no era una tipa extraordinaria, pero quizá la vida le deparaba algo más que un estante en rebajas.
El miércoles 18 quería decirle "ahí te quedas" a las telarañas de su corazón.
Y quien la sigue la consigue, y se agarró a unas sábanas que no eran las suyas, olvidando por un momento que las manecillas del reloj no paran cuando en cuerpo y alma se lo suplicamos.


-No eres la reina de mis sueños, serás la de mi vida si me mantienes despierto.




lunes, 16 de agosto de 2010

Mucho.

Se puede tener miedo y salir corriendo. Llorar, patalear, querer tirarte desde el más alto piso del más alto bloque de Madrid. Se puede huir de los problemas a base de romper, esconderse, negar. No rectificar. No arriesgar. Porque podemos perder, se puede perder todo en una sola tirada de dados. Se puede tener todo y quedarse sin nada, y una retirada a tiempo (dicen) es una victoria.

Ella, sin embargo, quería intentarlo.

Porque había mucho que perder. Pero sin él, sin ni siquiera el intento de conseguirle...Ahí, ahí exactamente era cuando se quedaba sin nada.

Y además, llevaba la ventaja de jugar con dados trucados.

domingo, 15 de agosto de 2010

Persona non grata

"Que otros hagan películas sobre los grandes movimientos de la historia; yo haré películas sobre el tipo que barre. "

sábado, 14 de agosto de 2010

Él era como la sensación que da quitarse los zapatos sin desatar los cordones; como conseguir abrir el abrefácil a la primera y sin usar tijeras. Él era el sol y ella llevaba diecisiete años helándose de frío, estaba harta de huracanes, tormentas y putas. Pelo naranja le necesitaba, no como ese tópico de similar esa necesidad con la de respirar; claro que no. Pelo naranja respiraba bien sin Miguel. Respiraba de puta madre. No le necesitaba como al aire, podía vivir sin él. Pero no quería.
Le gustaba despertarse sin saber cómo había llegado hasta una cama cualquiera, con un tipo cualquiera. Dar vueltas en la cama de ochenta de ese día hasta encontrar la forma de decirle a su víctima que había sido un encontronazo de una noche, y que no habría más. Oh, sí, le encantaba. Pero hacía mucho tiempo que no revoloteaba por esos mundos. Cada domingo se levantaba en la misma cama, que hacía ya meses la acunaba por las noches, con el mismo tipo, siempre. No había duda ni incertidumbre. No tenía que ponerle excusas. Tan sólo tenía que esquivar un par de te quieros mañaneros, que evadía fácilmente con un revolcón, un cigarro o, en su defecto, donuts.
"No vayas a enamorarte", le decía siempre mientras se volvía a vestir. De la inocencia a la ingenuidad hay una línea tan fina que, si no andas con cuidado, acabas traspasando. Ella manejaba su roll dando zancadas.
Pelo naranja sabía que no tenía el corazón roto porque es un órgano fuerte y no se quebraría en mil y seis pedazos por un tipo con vaqueros y sonrisa añadida, claro que no. Sin embargo, sabía que algo había porque lo notaba cuando no estaba.
El lunes 16 pasó (como cada lunes, martes miércoles y viernes) por la puerta del bloque rojo (aunque ella siempre había creído que era rosa), pero él no la esperaba en el portal. Ni en el portal, ni en la esquina de en frente, ni en la cafetería en la que tantos cafés no habían pagado. La ilusión la llevó a girarse por un momento (un solo momento) hacia su derecha, donde estaba la floristeria. En balde, de nuevo. No estaba acostumbrada a decepcionarse, tenía lo que quería, siempre. Pero esta vez la ilusión se le iba de presupuesto, era lunes. Y él no estaba en el portal.
El lunes 16 se dio cuenta de que le necesitaba más que a un ascensor cuando vas cargado de bolsas, o más que a unas tijeras cuando el abrefácil es absolutamente sarcástico. Se dio cuenta de que sístole y diástole tenían afán de protagonismo en el asunto, y no pretendían largarse. Sí, el lunes 16, en frente del bloque rojo casi rosa, se dio cuenta de que le quería.
Y de que tenía ganas de vomitar.

-Hay caprichos de amor que una dama, no debe tener.

viernes, 13 de agosto de 2010

Pelo naranja.



Le gustaba imaginarse la vida de otra manera. Le ponía cuatro cucharadas de azúcar al café para hacer las cosas menos amargas. El amor, las noches, el sexo. Le gustaban dulces, pero dulces de verdad, nunca había sido una chica de sacarina. Tipa fría de amores calientes. A la chica de pelo naranja no le gustaba llegar pronto a los sitios, prefería llegar cuando ella misma se lo propusiese. Y se lo proponía a menudo. Los martes quería comerse el mundo, los sábados, sin embargo, prefería las sábanas del de los ojos claros. Ese era su preferido. Le gustaba hasta sin endulzar. Él le quitaba el azúcar a sus noches, ella le robaba el aliento.Ese era el trato.

A pelo naranja le gustaba la leche muy caliente, hasta quemarse el paladar y que las cuencas de los ojos le brillasen con esa chispa que da el calor en las papilas gustativas. Loslunares en la ropa interior, y tocar la guitarra (solo) cuando estaba sola. Caminaba fingiendo esa indiferencia que nunca se tiene cuando medio Gran vía la conocía como una zorra. Porque eso, era mucho más fácil que intentar conocerla. La describían en una sola palabra, se llenaban la boca haciendo alarde de con qué se la llenaba ella. Nadie sabía que su color favorito era el verde, y que le daban miedo las galletas con forma de muñeco. Ni que ponía siempre el pie izquierdo antes del derecho al levantarse. Siempre.

La noche del cuatro de Agosto, ella no estaba en el bar. Aunque sabía muy bien que tenía que estar allí, pero no le gustaba la lluvia de verano, el calor pegajoso, ni las víboras. Además, estas últimas no se debían a la estación en la que estaba, ni siquiera a esa lluvia inesperada. Estaban a tiempo completo en su vida, esperándola en cualquier manecilla de reloj de escaparate para poder tirársele al cuello. Y ella no quería eso. Prefería mantener sus secretos dentro de una taza de Nesquik llena, y el corazón medio vacío. (Que no medio lleno; eso era antes).