Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

lunes, 23 de agosto de 2010

Con todos ustedes...

-Me enamoré de ella porque se enamoró de mi bolso.

Pelo Naranja creía que había un por qué para todo. Porqués por todas partes. Cada cosa tiene su significado, su causa y su final. Todo tiene un móvil, que lleva a una consecuencia, y ésta a otro móvil, y éste, a otro por qué. Se basaba en la lógica, aunque odiase los números; la precisión era su punto fuerte.

Y entonces aparece alguien, con cierta mirada, o cierta sonrisa. Y sí, suena a lo mismo de siempre, mirada y sonrisa es una combinación cursi y típica, pero esta vez lo merecía. Porque no era una sonrisa cualquiera, ni una mirada cualquiera y, a diferencia de Casualidades, ella NO era en absoluto una tipa cualquiera. Claro que no. Y ella lo sabía.

Le gustaba mirar a la gente. Mirarla y quejarse de todo lo que ellos tenían y a ella le faltaba. Unos vaqueros. Unos ojazos. Unos zapatos bonitos. "Ojalá tuviese yo ese pelo", decía la de la melena. Ciertamente, Pelo Naranja no podía saber nada de la chica sin preguntárselo antes. No se conocían de mucho. Un par de miradas y dos besos. Uno por mejilla. Y sin embargo, tenía la imperiosa necesidad de sentarse y escribirle cuatro líneas. Y tenía un por qué. O tres, o cinco, o veintisiete mil.
Y ciertamente, se preguntó un par de veces sobre qué escribiría. Porque aquella chica de nariz respingona nunca le había contado cuántos lunares tenía, ni si su número favorito era el veintitrés o el treinta y dos, ni siquiera sabía si verdaderamente su color era el azul cielo. Joder, ni siquiera sabía si era más de crispis o de tostadas. Sabía poco más que el valor de su sonrisa, ávida de comerse el mundo, su aficción por los hombres y el tomate (a niveles diferentes, supuso), y que podría pasarse toda la vida comiendo helados de menta y dulce de leche. Con la misma pasión que lo hacía su amiga cuando se saltaba una clase de matemáticas.
Quería escribirle a la chica que pasaba por Gran Vía y se enamoraba cinco veces. Y ella también quería estar enamorada. Y enamorarse con el amor (valga la redundancia) que lo hacía ella. Con esos abrazos tan abrazosos, como ella los denominaba.
Cuando la del pelo naranja llegó a Madrid, se la encontró en un gigantesco paso de cebra. Se cruzaron, se miraron, se vieron. Por primera vez. Le apasionó verla tomar su té con granizado. Su azúcar moreno. La chica de pelo claro hurgó en su bolso y sacó de allí todo tipo de artilugios absolutamente necesarios para sobrellevar aquella tarde. Hurgó en el bolso y sin querer, sin ni siquiera saberlo, dejó un poquito de su muchedad dentro de él. Y Casualidades se lo llevó a casa. Quizá por eso sus ganas de volver a verla. De escribirla.

Le echaba ketchup a las cosas serias y a la vida en general. Su amiga le dijo -Cuéntame cosas de ti. Y ella habló, como habla ella. Porque podía hablar de siete temas a la vez y enterarse de todo. Y reírse. Le encantaba reír. Supongo que reír le gusta a todo el mundo, pero ella reía de otro modo. Se reía de las cosas a su manera. No, no es algo que se pueda plasmar en la pantalla de una CPU. Solo podía decir que no era una puta. Y si lo era, era una de esas zorras santificadas por un euro, en una calle camino de Sol. Una vez conocí a una. Pero eso es otra historia en la que la chica con nombre de helado poco tiene que ver.

La música anticuada. Su dificultad al hablar del sexo. Sus 43 camisetas. Su afición por el cine. Le encantaba el cine. 4 veces por semana. Y viajaría los otros 3 días, porque le encantaba viajar. Pelo naranja aventuraba sabiendo que ella sería aviadora y formarían la pareja perfecta. "Yo te llevo y tú me das conversación". Compartirían el turrón y la leche merengada. Los sueños y el café. Y le contaría lo enamorada que estaba de U2, y la del gorro de aviador escucharía encantada.
Cansada de tanto esperar el amor verdadero, le dio por poner un anuncio en la prensa local: "Absténganse brutos y obsesos en busca de orgasmo". No soy dada a tales excesos, así que escribí: "Te puedo dar todo -añadía- excepto entusiasmo"
Y le encantaba el olor a tierra mojada. Y es algo que le gusta a mucha gente. No rebosa de originalidad. Es, como el tema de la risa. Ella le daba su punto peculiar. Todos sabían que caería en sus brazos si la acariciaban bien las cervicales. Y su admiración por el genero masculino en particular, y la testosterona en general, lo ponía todo más fácil.
Enseñó a Casualidades la pizza más grande del mundo y la cogió la mano en frente de la puerta de Alcalá. Aquí no hay playa.

Para ella, era su premio de consolación. Tenía dieciséis años y dieciséis maneras de disimular mal. Azúcar. Señorita Azucarada para ti.

Terminó de escribir. Se alejó y se fumó el último cigarro de vainilla. Y entonces pensó. Pensó en por qué había escrito. Pensó en por qué tenía esas ganas de subirse a un tren que la llevase con ella, con sus fotos y su leche marinera.
Dio la última calada sin obtener respuesta.
Hay veces que, sencillamente, es mejor no entender el por qué, y limitarnos a sentir, a sonreír del modo en que la chica que detestaba las bebidas con gas, sonreía.



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