Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

martes, 24 de agosto de 2010

¿Te he contado alguna vez lo que pasó el 4 de agosto?

No, no lo hice. Pero sí dije que Pelo naranja aquel día no estaba en el bar. Oh, sí, aquel fatídico día. Podrían haber pasado muchas cosas para marcar aquel día en la historia de la chica de risa bicarbonatada, podría haber encontrado la mención de su amigo Piel tersa por fin en el periódico, como él tanto ansiaba, o haber rebuscado entre las fotos viejas para quitarse espinitas del corazón.

Pero no, no hizo nada de eso.
Ella estaba en casa, con su taza medio llena. Y no tenía intención de salir. Y fue estúpida. Qué digo estúpida, fue la reina de la estupidez. Sabía que tenía que estar en el bar. O no en el bar. En la calle. En el metro. Donde fuese. Donde fuera que no fuese ahí dentro. Porque estaba sola. Y pensó. Y entonces evocó imágenes sin querer hacerlo. Y evocó besos. Y evocó un rostro que inevitablemente era hacía ya días el mismo. Y ella nunca evocaba siempre el mismo rostro, jamás. Era Pelo naranja. La chica de las casualidades. La chica de los -Busco un amante discreto que se atreva a perderme el respeto. Y ahora ya no. Ahora era estúpida. Y ese título era deprimente comparado con los anteriores.

El día 4 de agosto prefirió quedarse en casa. Y, como era de esperar, le explotó el corazón. Sí, no es una forma literal de hablar, pero lo hizo. Porque antes de ser 4 fue 3. Y ella sabía muy bien lo que pasaría si no salía y gritaba y buscaba otro con el que encapricharse. Se lo sabía de memoria. La misma historia, la misma rutina, el mismo mecanismo de defensa. Y sin embargo aquella vez era distinto. No quería defenderse de ese modo. Y entonces se cercioró de que no quería otro encaprichamiento. Que prefería no meterse en otra cama si no era la suya.

Cuando el tren arranca, ya no para. Tiene un destino. No podemos pedirle de repente que pare porque necesitamos bajar. Y ella estaba en el tren. Y en principio se agobió. Y no quería ataduras. Y pensó una y otra vez qué pasaría cuando quisiera bajar del tren y no pudiese. Y lo mucho que dolería tirarse en marcha. Pero ya le daba igual.

Y ya no era 4 de agosto. No, no lo era, porque habían pasado ya 20 días de aquello. Y se dio cuenta de que ya no importaba. Y sí, podía ser estúpida. Pero ya le daba igual que su premio de consolación fuese un pedazo de plastelina blanca, o que el de los ojos claros diese vueltas por un parque para explicarle la diferencia entre desplazamiento y espacio recorrido. Aquello de las eses todavía la aturdía.

No es que le diese igual, es que se le plantearía un gran problema si aquello desapareciese. Llamémosla ilusa. Estúpida. Gilipollas, sí, esa es la palabra. Y quería que no fuese efímero, y un plan de fuga a una playa desierta, vestida de Elvis. Y que el tipo de la guitarra tocase para ella, y leyese su libro, y bajar y encontrarle allí, en la barandilla, como siempre. Y quería muchas cosas. Una letra compuesta y un batido del Starbucks.

Y le quería a él.

Vaya si le quería.

Que ya sabes que la luna a mí, siempre me sabe a poco.

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