Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

sábado, 8 de enero de 2011

Luis XVI no era más que otro tipo.

La gente hace sus historias. Algunos para repetirlas una y otra vez, otros para reprochar errores ajenos del pasado, otros para subir un escalón en una reputación llena de charcos y para bajar todos esos dedos índices apuntando a modo de metralletas, y otros, sencillamente, para poder dormir.

Sea como fuere, la gente hace sus historias. Algunas permanecen, se escriben, se trasmiten de progenitores a primogénitos, y de barrenderos a vendedores de helados. Otras se olvidan, por pereza o aburrimiento de la imaginación, que puede ser tan pronto una tormenta de inspiración, abundante de relámpagos metafóricos y de hipérbatos en los parabrisas de los coches, como un charquito, sin botas de agua que lo acaricien. La historia nace y se hace a la vez, lo que la hace dependiente de quién la cuenta y quién la recibe. Nunca podrá expresarse por sí sola, necesita un aliento, un empujón bravo contra el viento de poniente, que son los tapones para los oídos, los preservativos y los cubos de basura. Y el amor. El amor también es como el viento surgido del punto cardinal por el que el sol, todos los días (menos los festivos) se pone.

Pelo naranja sabía más de cien historias, y aún así, había suspendido la asignatura más de cinco veces. A ella le era mucho más fácil recordar los datos anatómicos que él le mostraba casi todos los días, su modo de caminar, de hacer ruido con los labios con la ayuda de una palmada en estos, y el roto de sus zapatillas. También le era muy fácil recordar sus historias, no inventadas por él, historias ya hechas que alguna vez la contaron, pero ella no prestaba atención. Podría hacer una redacción de folio y medio acerca de sus amigos, de cómo se echaba el champú en la cabeza, o el gel, quién sabe, porque nunca había distinguido bien esos sencillos conceptos. Y del triángulo de las bermudas, del que jamás había tenido idea, ni siquiera tras leer más de 5 veces Los viajes de Gulliver.

La vida le sería mucho más fácil si la examinasen acerca de ese tipo. Mucho más fácil, mucho más cursi, las nubes serían de algodón de azúcar, la lluvia sirope de caramelo (que no de chocolate), las carpinterías venderían regalices, las ambulancias transportarían diabéticos y los bulímicos se suicidarían. Pensándolo bien, sería el acabose. Así que mejor lo dejaba en lo que era, una hipótesis, y un gran hecho: un cero en historia del mundo contemporáneo.

¿Y quién coño hizo esa historia? La gente debería replantearse qué le enseñan a sus hijos en esa cámara de tortura, porque quizá los grandes genios no se encuentren en el barroco, ni en la época renacentista, quizá el más genio de los genios se llamase Salvador Dalí , como ella pensaba, y el más importante cursor del mundo no fuese otro que el que día tras día le dibujaba una sonrisa de fresas, para luego merendársela. A ella. No a las sonrisas.

O un tipo que toca, sin importarle apenas que diluvie, que el suelo esté mojado y que el frío cale sus dientes, una batería de cocina y dos botes de pintura acrílica Doctor Bucketman, a un ritmo más incalculable que el que el oído humano puede anticipar. Y ganarse diez euros de propina, por haberse metido en un rincón de la mente para siempre. Por haber complacido a un corro de gente que, con hipotecas, malos sueldos, gritos en casa, enfermedades, malas notas, teléfonos averiados, mal de amores, orzuelos y urticarias, se olvidó por cuatro minutos y medio de que había algo más en el mundo a parte de una olla con capacidad de dos litros, y cuatro trastos más.
La gente hace sus historias. Las mete debajo de la almohada, con gesto somnoliento mientras duerme, y después las olvida, como si jamás hubiesen tenido lugar. El ser humano es idiota, pero a veces, hay que darle la razón.

Ella también pensaba que la historia la formaban ese tipo de gente, el hombre que pedía en la calle, pero tocaba el violín y ponía la banda sonora de un beso, la chica que servía los mejores perritos calientes de Madrid y el chico medio rubio que soñaba con una reverencia. El voluntariado contra las minas anti persona en Somalia. Simbad el marino. Stiff Urkel. Como no, el tipo que barre.

La muchacha de pelo naranja sabía que, tras su frustración, debería ir de todos modos a la recuperación de Historia del mundo contemporaneo. Y que la aprobaría, aprendiéndose de carrerilla todos los reyes del antiguo régimen, del régimen liberal y del capitalista. Y que tras ese vómito absurdo de palabras, cogería plaza en una buena universidad, y llegaría muy lejos, como una gran publicista que, en sus ratos libres, jugaría a ser aviadora en el sofá de su casa.
Pero le quedaría la gente por las calles. Porque Madrid no tiene un gran río, ni un mar que lo rodee. Pero tiene al señor que vende churros, que también hace historia, logicamente. A los chicos que patinan por la calle.

Y, en sus noches de hastío, se concienciaría de lo estúpida que fue esa asignatura. Y almacenaría en el recuerdo (aunque no hubiese examen futuramente), a todas las personas que fueron eso: personas, y no gente.

Porque como ya he dicho, la gente hace sus historias. Ella las guardaba en su vestido blanco y negro que despidió con ella el fin de año, en las zapatillas que tantos impulsos habían dado para concluir la despedida en un beso, y como no, las guardaba en... ella. Que era el mejor recipiente en el que guardar cualquier cosa. Menos la ginebra, claro. Esa, para otros.
Y tras pensarlas, se daría cuenta de que ella misma, al pensar en los otros, estaba creando una historia propia. Que otro alguien recordaría, despotricando contra la clase de historia, quizá, o para evocarla antes de dormir.

Quizá, quien sabe. Mientras tanto, se conformaba con poder dedicar sus emociones ebrias y lascivas a alguien que fuese a guardarlas también en una prenda, en un colchón o en la cartera.

Al chico de esta historia. A ti.

miércoles, 5 de enero de 2011

Para ver el arcoiris, has de soportar la lluvia.

Quizá debería haber obedecido a aquello de que lo bueno, si breve, dos veces bueno; y haber retirado aquel vaso en el que dos hielos se resistían contra la inconfundible victoria del gintonic. Sí, quizá. Pero aquellos cubitos de agua congelada, no eran los únicos que se veían las caras con aquel poderoso amante de noches largas y penas mayores aún. Si era sincera consigo misma, debía reconocer que no era en absoluto una persona fuerte; encajaba perfectabente con el perfil adecuado para caer en las garras del alcohol que, entre vaivenes de un borde a otro del vaso, buscaban sus labios desesperadamente.

Debería haber recordado a su padre, contándole las historias tan tristes de la guerra civil antes de darle el beso de buenas noches. Aquellas historias de estudiantes con flequillo, pantalones de campana y un mayo en París. Podría haberlo hecho y así haber sentido verguenza de su persona, acabando con aquel ritual que solo consolaba a los más tontos, y a los más solos.

¿Lo hizo? No. Estaba tan borracha que creía que en cualquier momento, no podría soportar más su cuerpo y el suelo le serviría de cama. Algo más acogedora que la suya, seguramente, pues aquella, poco calor podía darle ya, tan vacía y tan muerta; como ella, en definitiva. La ebriedad le pesaba en los párpados, la evadía de los demás que, entre gritos y pitos, la invitaban a pasar por la embriagadez mental del círculo amistoso, entre risas molestas demasiado sonoras, para su gusto, y entre un montón de gente entre la que no se encontraba el rostro que ella buscaba.

Le resultaba triste explicarse una y otra vez con la misma frase, cuando preguntaban por aquel que ya no estaba. "¿Él? Ah, no, ya no..." Explicarlo, además, con una soltura que no sentía, una naturalidad que no tenía. Pero sabía que era mejor que derrumbarse y decirle a cualquiera que aquel chico de zapatillas viejas se había ido de su vida por la misma razón que se va octubre. Con las mismas desastrosas consecuencias. Y aún peores. Las hojas pueden barrerse, pisarse y romperse. Pero, ¿quién puede barrerse el corazón?

A dos tropiezos por zancada, volvió a casa esquivando los pocos charcos que quedaban de la lluvia matutina, y las arcadas, llenas de palabrería que solo llevaban a una equivocación. Lo que había definido como el sentido de su vida, ahora tan solo era eso, una equivocación. Pero en medio de aquel pensamiento le invadió esa sensación de no resignación, de que aquella definición de error, no era cosa suya, sino de él. Pero ella prefería recordar las cosas como las vivió. Y aunque recordarlo de un modo azucarado le producía una punzada insoportable en alguno de los intestinos, siempre sería mejor que inventarse los malos tragos que nunca sufrió, como consuelo para que ya nada de aquello existiese.

Se les gastó el amor de tanto usarlo.

Fin.


Pelo naranja retiró la hoja de la vieja máquina de escribir y la guardó en la carpeta azul, aquella que habitaba con frecuencia en el tercer cajón del escritorio, llena de cuentos desesperados e inútiles.

Le encantaba desdibujar corazones de gente que nunca había existido, colocándoles al borde de la desesperación, y de un puente en carretera, de vez en cuando. Al ver la llamada perdida en el teléfono, se apresuró a pintar una vez más a pintar sus labios de un rojo artificial, se colocó como pudo la chaqueta y guardó en el bolsillo más pequeño el paquete de tabaco.

Casi corriendo, cerró la puerta y bajó de tres en tres las escaleras, dejando tras de sí las zapatillas viejas, los hielos nómadas de un estado a otro, el desamor y el alcohol, esos pájaros esquivos que, más de una vez en el pasado, intentaron colarse en su cabeza para dejarla vacía, y que habían sido totalmente destituídos por una única silueta a la espera en la más vulgar de las barandillas.

Porque, obviamente, se trataba de una historia inventada. Podía ser factible que la chica guardase sus más atópicos y atípicos sentimientos en algún sitio secreto, y es más, que ese sitio, fuese una carpeta. Podría ser que la carpeta estuviese en el tercer cajón de su escritorio, y que estuviese decorada, con las gomas a rayas, con fotos del otoño. Podía ser. Claro que podía ser.

Pero la carpeta de la tipa, sin ninguna duda, no era de color azul.