Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

miércoles, 5 de enero de 2011

Para ver el arcoiris, has de soportar la lluvia.

Quizá debería haber obedecido a aquello de que lo bueno, si breve, dos veces bueno; y haber retirado aquel vaso en el que dos hielos se resistían contra la inconfundible victoria del gintonic. Sí, quizá. Pero aquellos cubitos de agua congelada, no eran los únicos que se veían las caras con aquel poderoso amante de noches largas y penas mayores aún. Si era sincera consigo misma, debía reconocer que no era en absoluto una persona fuerte; encajaba perfectabente con el perfil adecuado para caer en las garras del alcohol que, entre vaivenes de un borde a otro del vaso, buscaban sus labios desesperadamente.

Debería haber recordado a su padre, contándole las historias tan tristes de la guerra civil antes de darle el beso de buenas noches. Aquellas historias de estudiantes con flequillo, pantalones de campana y un mayo en París. Podría haberlo hecho y así haber sentido verguenza de su persona, acabando con aquel ritual que solo consolaba a los más tontos, y a los más solos.

¿Lo hizo? No. Estaba tan borracha que creía que en cualquier momento, no podría soportar más su cuerpo y el suelo le serviría de cama. Algo más acogedora que la suya, seguramente, pues aquella, poco calor podía darle ya, tan vacía y tan muerta; como ella, en definitiva. La ebriedad le pesaba en los párpados, la evadía de los demás que, entre gritos y pitos, la invitaban a pasar por la embriagadez mental del círculo amistoso, entre risas molestas demasiado sonoras, para su gusto, y entre un montón de gente entre la que no se encontraba el rostro que ella buscaba.

Le resultaba triste explicarse una y otra vez con la misma frase, cuando preguntaban por aquel que ya no estaba. "¿Él? Ah, no, ya no..." Explicarlo, además, con una soltura que no sentía, una naturalidad que no tenía. Pero sabía que era mejor que derrumbarse y decirle a cualquiera que aquel chico de zapatillas viejas se había ido de su vida por la misma razón que se va octubre. Con las mismas desastrosas consecuencias. Y aún peores. Las hojas pueden barrerse, pisarse y romperse. Pero, ¿quién puede barrerse el corazón?

A dos tropiezos por zancada, volvió a casa esquivando los pocos charcos que quedaban de la lluvia matutina, y las arcadas, llenas de palabrería que solo llevaban a una equivocación. Lo que había definido como el sentido de su vida, ahora tan solo era eso, una equivocación. Pero en medio de aquel pensamiento le invadió esa sensación de no resignación, de que aquella definición de error, no era cosa suya, sino de él. Pero ella prefería recordar las cosas como las vivió. Y aunque recordarlo de un modo azucarado le producía una punzada insoportable en alguno de los intestinos, siempre sería mejor que inventarse los malos tragos que nunca sufrió, como consuelo para que ya nada de aquello existiese.

Se les gastó el amor de tanto usarlo.

Fin.


Pelo naranja retiró la hoja de la vieja máquina de escribir y la guardó en la carpeta azul, aquella que habitaba con frecuencia en el tercer cajón del escritorio, llena de cuentos desesperados e inútiles.

Le encantaba desdibujar corazones de gente que nunca había existido, colocándoles al borde de la desesperación, y de un puente en carretera, de vez en cuando. Al ver la llamada perdida en el teléfono, se apresuró a pintar una vez más a pintar sus labios de un rojo artificial, se colocó como pudo la chaqueta y guardó en el bolsillo más pequeño el paquete de tabaco.

Casi corriendo, cerró la puerta y bajó de tres en tres las escaleras, dejando tras de sí las zapatillas viejas, los hielos nómadas de un estado a otro, el desamor y el alcohol, esos pájaros esquivos que, más de una vez en el pasado, intentaron colarse en su cabeza para dejarla vacía, y que habían sido totalmente destituídos por una única silueta a la espera en la más vulgar de las barandillas.

Porque, obviamente, se trataba de una historia inventada. Podía ser factible que la chica guardase sus más atópicos y atípicos sentimientos en algún sitio secreto, y es más, que ese sitio, fuese una carpeta. Podría ser que la carpeta estuviese en el tercer cajón de su escritorio, y que estuviese decorada, con las gomas a rayas, con fotos del otoño. Podía ser. Claro que podía ser.

Pero la carpeta de la tipa, sin ninguna duda, no era de color azul.

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