Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

domingo, 3 de octubre de 2010

Maniobras de escapismo.

¿Cuántas veces había pronunciado esa palabra en menos de un día y medio?
Al menos veintitrés. O veintitrés y media, teniendo en cuenta que las palabras se le entrecortaban con el paso del líquido atracando a mano armada su garganta. Vodka. Vodka blanco con un par de hielos mal estructurados. Cualquier hecho puede contarse como algo culto, ordenado, bien narrado. Puede contarse como bien queramos, pero no deja de ser un simple hecho, quizá uno no muy grandioso. Estaba borracha. Existen mil y cuatro formas para explicarlo de una forma brillante, aplicando fórmulas matemáticas, palabras abrumadoras y estravagantes. Pero no dejaría de ser un montón de hidrocarburo, con fórmula química CH3 CH2 OH, en vena.
Sencillamente, había bebido. ¿Para qué añadir más?

Era su amante discreto de noches frías. Eristoff. Así debía sonar el cielo cuando entras, pensaba. El paraíso, el reino de la nada, de la absurdez mezclada con etanol, de la básica necesidad de hidratarse sin nada de sed. Sí, era gilipollas, para qué negarlo. Pero tal vez ese romance recíproco tan peculiar que aquellos dos personajes tenían, había decaído un poco por alguna cuestión externa a la propia conyugal. Una tercera persona. Y, ¿cómo no iba a salir ganando ésta última, si jugaba con la ventaja de ser, valga la redundancia, una persona? Porque el vodka es sólo vodka. Jamás había querido admitirlo, pero así era, y era algo que no podía cuestionar. Él, el rey de las medicinas ilegales, era tan sólo una fórmula química. Una sustancia destilada sustituidora de los átomos de oxígeno en sangre, produciendo así sus efectos secundarios. Nada.

Claro que salía ganando. Y así lo había descubierto en su último encontronazo con su amante de tardes insospechadas y escalofríos. No era lo mismo. Ya no. No sentía nada, nada de nada, y, para su sorpresa, en alguno de los muchos tragos, encontró esa amargura en el paladar, de la que tantas veces había oído hablar, y ella, para su (quizá) suerte, nunca había experimentado. Un efecto negativo. El primero de los muchos de la noche.

Tanto la botella como ella, sabían que algo no funcionaba. Y entonces pensó en que tampoco es que le hubiese tenido nunca mucho cariño, que tan sólo le era útil para salir de fiesta y poco más. Que era un egoísta, que nunca se había interesado realmente por ella, porque era una botella, y además, siempre se mostraba medio vacía.

Tomó una decisión. Quizá debido a su ebriedad, sí, pero una decisión. ¿Quién no ha dicho tras beber que no volvería a hacerlo? Sin embargo, ella sabía que no era una más. Tras los vómitos, los estruendos provenientes de su estómago, la poca claridad con la que veía, todo lo que había causado la simple presencia del susodicho aquella tarde, con todo ello, podría haber seguido esa relación. Efectos secundarios buenos y malos. Ella ya lo sabía. Pero no se trataba de eso. Fue la decepción, la claridad con la que vio en un momento que no le necesitaba en ningún aspecto de su vida.

Porque había otro. Animado. Vivo. Era mucho mejor. Que también le daba sensación de calor al probarlo, y la dejaba sin inspirar por unos segundos, y no porque, como ocurría con el vodka, estuviese transpasando su garganta, no. Simplemente pronunciando unas pocas palabras. O unas muchas. Porque de eso no le faltaba, siempre tenía. Y el hidrocarburo saturado no. Y no le necesitaba. Ni lo más mínimo. Y a la tercera persona sí. A él. Porque ya ni siquiera le veía tal que así, como una tercera persona, sino como su persona, nada que ver con cuestiones posesivas. Y ella quería ser la persona de él.

Porque el vodka no la dejaba ver las estrellas a gusto, ni los amaneceres, porque siempre hacía acto de presencia, ruidoso, nocivo, nublándole las ideas. Durmiéndole los sentidos.
Él, sin embargo, los despertaba a golpe de despertador corporal.

Se fue sin despedirse, sin dejarle una nota, siquiera. Aunque alguna que otra cosa quería haberle dicho. Que siguiera engañando a los tontos que le creyeran con su silueta bonita, llena de curvas, esbelta. Le habría gustado animarle a seguir con su pérdida de valores. Pero él solo. Sin ella.

Porque ella tenía ahora otras ocupaciones. Otra ocupación, siendo certeros.

Y, ¿qué ocupación? Podría explicarlo de mil y cuatro formas bonitas, bien estructuradas y con cada tilde en su sitio, haciendo uso de metáforas, hipérboles, licántropos y más extrañanzas esdrújulas.

Pero no dejaría de ser el hecho que era.

El que era.

Él.

El chico del que, dejando atrás nocivas relaciones, se había azucarado.

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