Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

martes, 12 de octubre de 2010

Nunca llevo el corazón encima.

Satisfacción. Ironía. Burla. Risa. Complicidad. Mera simpatía.

Seis.

El chico de los ojos claros tenía sonrisas sexagesimales, pero no era eso lo que la hacía deleitarse una y otra vez, no, sino el continuo estado de felicidad del muchacho, lo que provocaba más sonrisas, cualquiera de ellas, y más deleitamiento, y más sonrisas. Y era un círculo vicioso de muy difícil escapatoria. Y ahora podría contarte lo indiferente que le era esto a la chica, pero no lo voy a hacer, porque -Qué más da, y -Da igual, eran las palabras que más pronunciaba ultimamente. Y era mentira.

Absolutamente.

¿Cómo le iba a parecer indiferente haber llegado hasta ese punto de ebriedad sentimental? Claro que no le daba igual, se paraba a pensarlo una y otra vez, dando (mil) vueltas en la cama. Y cogiendo el autobús que la llevaba a clase, y también con cada cigarro que encendía a contracorriente.
No le daba igual. Argumentaba aquello de la indiferencia para esconder, algún modo mecánico de defensa tan absurdo como vano, su gratitud ante aquel desconcierto cardiovascular.

Pero esto ya te lo he contado alguna vez. O dos, o tres. ¿Y qué más da? Otra vez. Círculos. ¿Completos? No. Viciosos.

Como decía. Seis. El número que sigue al cinco y precede al siete. Es el número perfecto. Sus divisores propios (Uno, dos y tres), suman su cifra. Seis. Un piso antes del séptimo cielo. Quizá era esa la razón por la que los viajes en ascensor se le hacían tan cortos.

Su preferida, por notable victoria, era la de satisfacción. Aunque nunca se lo hubiese confesado. Aunque hubiese otras que también la hiciesen cosquillas en los ojos, como la que dibujaba cuando reía. Porque ese chico tocaba muy bien la guitarra, era cocinero profesional de huevos fritos y tenía el mejor calefactor que la chica de las casualidades había conocido. Pero sonreír...Sonreía de puta madre. Eso era demasiado. Como el azúcar en el cola cao antes de acostarse. Como el azúcar en la vida, en general. Como el cepillo de dientes en su casa. Como una casa vacía, para ellos. Como sustituir, por accidente, el pronombre posesivo de primera persona del singular, por el del plural.

A lo mejor debería decirle todo esto algún día sin escribirlo en un hueco diminuto del ciberespacio. Y no dar por hecho que éste ya lo sabía. Porque amar no vale, también hay que decirlo. No es fácil. Y menos para ella.

Por eso esperaba que con un par de párrafos repletos de repugnante sinceridad, se diese por enterado. Aunque al día siguiente se lo repitiese, y al otro, y al otro también. Si algo había, era tiempo. Y ganas. Y muchas otras cosas que quizá, sí podría decirle teniéndole en frente.
Y ponía toda su esperanza, y sus ilusiones, en que él lo entendiese y siguiese, a pesar de todo, (o con todo) sonriendo de aquella(s) forma(s).

Porque en esto de hacerle saber su intransigente dependencia, y su imperioso miedo de dejar de notar su calor algún día, la tipa de las converse, necesitaba mejorar.


1 comentario: