Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

viernes, 18 de febrero de 2011

No creo que sea tan mala inversión azucararse.

La maniataba una cadena de sinrazones. Quizá era a causa de que el cristal líquido esparcido por sus encías (una noche más), no acataba órdenes de la lógica ni la ética. Allí, sentada en frente de su ya jubilada máquina de escribir, pensaba en esos edificios de ladrillos rojos, cerrados por derribo, adornados con esas vallas amarillas tan prohibitivas como tentadoras. Siempre le había gustado pararse en medio de esas estampas ahuyentadoras de esperanza, llenas de desconsuelo, el reflejo de unos planes de futuro que se vieron obligados a salir por la puerta antes de que ésta se viniese abajo. "Qué triste", pensaba, mientras, alejada de un mínimo resquicio de preocupación o realidad común, encendía su último cigarrillo, de una marca que ya no era la suya, para que con el papel quemado, se fuesen los desdibujos de un mundo hostil y apesadumbrado del que ella nunca había querido percatarse. "Yo prefiero entenderme con mis voces", se decía, susurrando alguna canción de la cual no recordaba el nombre, aunque la prestase su total atención cuando era emitida en la radio,entre catástrofe y catástrofe.

La chica de las casualidades vivía en algo así como una línea paralela que, como propiamente redunda, estaba paralelamente fuera de aquella salvajada que pretendía vestirse de ciudad. Porque sabía muy bien (no era nada tonta, ciertamente) que el infierno tiene vestidos para aburrir en un armario bastante más ordenado que el suyo.
Y, como su armario, su corazón, enladrillado a fuerza de unos besos que ya no eran sino el camino de baldosas amarillas que la llevaba a esbozar, no sonrisas, no, carcajadas amplias y brillantes en un fondo blanco. Porque bien sabemos todos que una carcajada no lo es del todo si no tiene un blanco traslúcido al fondo. O quizá era solo su teoría, pues la gente abusaba demasiado de los colores para expresar su estado de ánimo, y quizá no eran otra cosa que burdas mentiras vestidas de azul, o de rojo, según el escozor del lagrimal. El blanco era neutro y sencillo, como ella. No le gustaba la carne demasiado hecha, ni demasiado cruda. Puestos a elegir, prefería una buena tarrina de helado que, al menos, no exige una postura decisiva. O un buen encontronazo entre las sábanas de siempre con el chico que no podía llevar añadido un "siempre" a sus espaldas, pues no tardaba más de cinco pensamientos en romperla los esquemas estrepitosamente. Así, sin avisar.
Y es que, ese tipo de sonrisa azucarada, no dejaba de entrar en sus más recónditos rincones para dejarle la boca en una gran forma de O.

Porque Pelo naranja le conocía mucho. Sabía que adoraba los espaguetis de su casa y que no escatimaba en gastos cuando se trataba de una buena sorpresa, aunque no fuese capaz de mantener el propio secreto para él mismo, destripándole así alguna pista o un señuelo, sin siquiera quererlo.
Sabía que cuando enunciaba una frase equivocada y ella se la corregía, el acostumbraba a repetir la frase con cierto tono sarcástico y algo avergonzado, como tratando de cubrir con la risa el irrevocable equívoco, que con la ayuda de un quién o un qué, era olvidado en menos de lo que dura un paseo por un paso de cebra.
Sabía que quería ser un gran bajista en un futuro, que tenía sueños, lejos de allí, muy lejos, pues era un pez grande en un estanque pequeño, y quería encontrarse con el océano. Algún día, claro. Cuando la vida se lo permitiese. O el dinero, que, en algunos casos, puede definirse como un sinónimo práctico de lo anterior.
También conocía perfectamente el modo en que sonreía, en cada una de las circunstancias que se diesen, tanto debajo de una farola como pisando las hojas de un camino sin rumbo, uno de esos que simplemente se emprender por caminar. A lo que estaba muy acostumbrado.
Su afición por mirar películas y poner su reproductor de música aleatorio en momentos tristes. Que su escondite secreto era un lugar lleno de árboles que, entre suaves movimientos impulsados por el viento, disimulaban mirando hacia otro lado, tapándose los oídos que tienen y que nadie ha visto nunca, para hacer eco a sus gritos desesperados.
Sabía de sus celos. No unos celos cualesquiera, no, como esos que leen el periódico en el autobús y se injertan en el primer persón que ven, con ánimo de desmoralizarle el día a golpe de hipótesis de traición, de reemplazo, de catástrofe, de fin. Era algo más pausado, un ritmo melódico que le hacía bailar entre un hecho que llevaba allí ya un tiempo, que era que no sabía querer con el freno de mano puesto. Que la necesitaba. Sin saber (o haciendo que no sabía), que era más que recíproco, continuando su baile hasta límites infinitos, donde las notas más agudas se clavan en los pies como chinchetas. Oxidadas, además. Y, aunque pareciese el borde de lo egocéntrico, aquella danza repleta de celos la hacía sentirse protegida. Importante para alguien en aquel mundo de peces gordos con corbatas y carnets.
También sabía que regía sus quehaceres con música, siempre, desafinando estructuras bajo el chorro de la ducha.
Que algo, casi siempre, le hacía llegar tarde. Que gustaba de calzar calcetines de diferentes colores, por a saber qué loca. Que podía sacar cualquier canción de oído. Que no le hacía falta tragarse las frases de los libros para entender las lecciones de filosofía. Que no se le daba bien el inglés, como había repetido en muchas ocasiones. Que apagaba sus frustraciones con vasos de agua. Que necesitaba respirar el aire de la calle para sentir que un día había valido la pena. Que no le valía la supervivencia, sino vivir. Que tenía un super poder que pocos conocían de cerca, y cada vez que se le rompía algo, se le regeneraba, volviéndose más fuerte.
Sabía como se llama su animal de compañía y su abuela. Su color favorito y el día que le regalaron por primera vez, propiamente dicho, una virginidad.
Que no le atraían demasiado las compras, y era capaz de negar que se aburría hasta esconder el último de sus bostezos, con tal de evitarla una preocupación.
Sabía cual era su plato favorito y su número de pie, el color de las paredes de su habitación y el día de su cumpleaños.
Sabía muchas cosas, a simple vista, con lo que la tipa podía sentirse satisfecha, completa, segura, realizada.
Pero, entonces, sucedía. Entre edificios cerrados por derribo, y planes de futuro desahuciados, aquello tenía lugar.

Él entonaba una frase, con cierto tono o cierta sonrisa.

Y ella, sin más remedio, encendía otro cigarrillo. Quizá no el último. Quizá incluso su marca favorita.

Y, entre caladas y una ligera sonrisa, exhalaba la sorpresa escondida de todo lo que le quedaba aún por saber.

viernes, 11 de febrero de 2011

Amantes con guantes.

Cuando no podía dormir, imaginaba que estaba en una playa y nada podía hacerla daño. ¿Quién se iba a atrever? Nadie puede hacer daño a la gente con gafas. Ni siquiera las de sol, en este caso. Era una playa en la que hacía un calor tremendo, con uno de esos soles estremecedores que suicidan cada gotita que recorre sin éxito un cuerpo que desconoce, y que dejará de ser suyo en un instante.
Solía pensar, cuando estaba sola en las noches en las que su madre se ausentaba por razones de trabajo o derivados, y la candorosa compañía de los demás brillaba por su ausencia, que una playa con un sol resplandeciente cargado de vitamina D, la protegería de cualquier daño. Curioso, ¿verdad? Aquello la hacía sentir un alivio inexplicable, algo así como un orgasmo en cada uno de sus sentidos, un atisbo de luz protectora en la oscuridad de su dormitorio, en el que ni siquiera la tenue luz del flexo podía hacerla sentir más segura, menos frágil. Menos rota. Dormía a oscuras, con el corazón gritando a voces, con el miedo entrando en su cuarto a hurtadillas, muy pequeñas, casi imperceptibles, pero sonoras y bruscas para los oídos de la chica, que, además, sabía que sin zapatos que calzar no podría defenderse.
Y es que, como ella bien sabía, por más que imaginase una playa sin rumbo ni horizonte, estaba sola y tenía miedo.
Quería un beso de buenas noches y un colacao bien caliente acompañado de un buen programa de televisión, o qué demonios, de teletienda, si la compañía fuese buena y apreciase su sentido del humor.
Pelo naranja se sentía sola, que era mucho peor que el estar sola a secas. Quería algo más que estar en una playa, quería oír la televisión de fondo para que sus párpados se cerrasen satisfechos. Quería comer una tarrina entera de helado de chocolate y encontrar por fin el hilo que la cosiese bien, de una vez por todas, la herida que tan vilmente le había producido el aburrimiento de eso que los demás llamaban amor. Aquella brecha desmesurada que, con el tiempo, había creado una costra putrefacta que esperaba nadie pudiese nunca apreciar a ver. No se equivocaba, pocos se paraban a mirar qué le sucedía en ese órgano tan rojo como amoratado. Preferían mirarla desde fuera, contemplar el color de su pelo o el esbozo de su sonrisa y, tras escasos (y sin embargo, nada intensos) minutos de conversación, marchaban por el mismo camino que habían cogido hasta ella.
Sí, Pelo naranja quería muchas cosas, pero, en realidad, la que más le apetecía era saber el por qué de su miedo, en aquella casa en la que sabía nadie podía hacerle nada. La llave estaba echada. Dos vueltas, como su madre bien la había enseñado. Sabía que no tenía miedo de un ladrón, ni siquiera de uno de esos dragones amarillos que su amiga Srta Realidad le había contado que aparecían tras una gran dosis de LSD. Tenía miedo de levantarse un día sin encontrar el calcetín izquierdo y de no importarle a nadie. Pero no eran miedos físicos. Eran miedos que no le importaban a nadie. Ni siquiera a ella. Ni un poco.
Con el tiempo, la niña de los corazones en los puntos de las íes, aprendió a beberse el colacao sola, bien caliente, claro, y, a ser posible, con la tele apagada, sin necesidad de programas burlescos sedientos de cerebros vacíos, para poder dormir. A apagar el flexo y cerrar la puerta de su habitación incluso sin haber echado la llave. A dormir sola. A pronunciar un "buenas noches" para que tropezase con las paredes de la habitación y rebotase con un inexistente eco, a sus oídos cansados de no realizar ninguna función. A dormir sin ninguno de los calcetines, para evitarse el susto al despertar. A esperar a que llegase la mañana siguiente para ver de nuevo la luz del sol, ese sol de verdad, de Madrid, sin vitamina D ni productos eliminatorios de gotas de mar recorriendo los pies, y darse cuenta de que tenía unas cuantas llamadas perdidas en el móvil; lo que la hacía sentir un incontrolable frenesí de sentirse necesitada por los demás. Ese frenesí que, seguramente, era natural para muchos otros. Pero ella era la excepción que confirmaba la regla. Como tantas otras veces, la gente la dejaba sin respiración.
Pero de eso, hace ya bastante tiempo, y con el tiempo, aprendió otras muchas cosas, aquella chica que anhelaba una nueva máquina de escribir. Descubrió el hilo que la protegía de cualquier infección proveniente de fuera, y añadió varios botones para evitar futuras suturas.
Y descubrió otros muchos qués. Y algún que otro quién, se coló de incógnito.


Aquel día, concretamente, era sábado 12. No lunes 16, como solía pasarle, no, esta vez el soniquete de la lluvia la había avisado a tiempo.

Eran más de las dos de la mañana y Pelo Naranja observaba uno de esos programas en los que, si llamas inmediatamente, te dan dos productos al precio de uno. Una oferta indiscutible. Tomaba su colacao caliente, (más frío de lo normal), y, sin embargo, no sentía el vacío que hacía algún tiempo, la había violado el corazón y el alma.

Porque, cuando Pelo Naranja no puede dormir, piensa en que detrás de la gente, está su persona, con una chaqueta de cuero rota por una manga y unas converse negras, esperándola para ir a un sitio que sólo ellos conocen. Unos campos de fresa, o algo así, dicen ellos.

Y, segura de que al día siguiente el sol seguirá brillando, abandona la extraordinaria oferta de dos mopas anti polvo al precio de una para aventurarse en uno de esos sueños en los que las nubes son algodón de azúcar, y los piratas comparten con ella una buena botella de ron. Y se le cierran los ojos, sin más. Sin miedo. Sin soledad.

Porque, en este preciso momento, el único miedo que puede meterse a hurtadillas en el cuarto de la tipa de sonrisas imantadas, era que él, de repente, no estuviese.

Y, con ese, si que no podía.

Por eso, en silencio, con el flexo apagado y sin un buenas noches, prefería imaginar el dulce canturreo de su canción.


Una canción que, por mucho que el miedo intentase forzar la llave desde fuera, podía arroparla hasta hacerla creer que la teletienda era una dulce melodía entre patas y antenas.

viernes, 4 de febrero de 2011

Indecencia.

No merece la pena vomitar palabras, pensó antes de apagar la pantalla, dulcemente.
Como si de algún modo, la euforia del corazón fuese a apagarse con ella.