Mi vida solo ha dado la vuelta una vez.

Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande. Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí.
Podría contar mi vida, uniendo casualidades.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Feliz 30 de Septiembre a todo el mundo.

-Odio que me echen el humo de un cigarro que no me estoy fumando yo.

Ni el tráfico. Tampoco le gustaba el tráfico. Las farolas encendidas de madrugada, como si Madrid no pudiese dormir nunca. Las películas de miedo. La gente que valoraba las películas de miedo; como si no supiesen que son las más fáciles de hacer, y sin embargo, las que más taquilla hacen. Porque miedo, si nos ponemos, puede dárnoslo cualquier cosa. Muertos supervivientes. Mantis religiosas. Edredones psicópatas. Hacer miedo, es muy fácil. Tenerlo es más difícil.
Ni los vaqueros planchados. Las camisas abrochadas. Detestaba que la frase de -"Más hombres conozco, más quiero a mi perro", fuese más conocida por la "canción" (si así podía llamarse) de un rapero incompetente, que por el propio Sófocles. Y además siempre había pensado que en esa frase, faltaba la opinión del perro.
Que, por regla, las gafas de sol solo pudieran llevarse en días soleados; cuando, a su parecer, eran muy socorridas en los días de lluvia y de resaca.
La superstición. Ser repugnantemente supersticiosa en algunos casos, aún odiando la superstición. Las religiones, las deidades, los todopoderosos. Haber descubierto que Baltasar no colocaba sus regalos debajo del árbol. Haber descubierto que su referente paterno no era quien ella creía. Haber descubierto que la vida es eso, supercherías. Ver la botella de vodka vacía. La pregunta de -¿Te vas a fumar otro? Odiaba que al encender la televisión, no encontrase otra cosa más que eso: televisión.
Sobre todas las cosas, las clases de Latín. A quién le importa Zeus. A quién le importa Troya, su caballo de madera, y el padre de Eneas. A excepción de Eneas y su padre, a pocos les importa. A pocos les importa nada, pensó después.
Las sesiones de quimioterapia. Que Bershka promocione camisetas de los Beatles, que más tarde comprarían unas tipas que, a duras penas, saben tatarear Yellow Submarine.
El pesimismo. Los cínicos. Los románticos que creen que, a fuerza de cursilerías, crece el romanticismo.

La verdad es que, echando un vistazo crítico, podría parecer que aquella chica lo odiaba todo.
Una bestia. Alguien incapaz de amar.
Por suerte, no eran unos ojos críticos los que la miraban, sino unos muy muy claros, desde una azotea muy alta, con una intención muy sincronizada.
Y, ¿Sabes qué?
Las bestias también tienen un corazón que puede ponerse de 17 a 129 pulsaciones por minuto, en un segundo. Quizá en menos.
Y siempre llegaba a una misma conclusión, al ver que nunca había tenido el corazón tan rojo.
Pero no lo diría.

Porque hasta las bestias, saben reconocer cuando caen en las garras de la redundancia.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Sabes a frío.

Sí. Definitivamente la canción del piano la volvía muy cursi.
Mucho.
Muchísimo.
Superlativamente.
Sin embargo, no le devolvía su inspiración. Se había fugado con otro. Con un cualquiera que se las diese de escritor.
Pero ella no era cualquiera, quería ser aviadora.
Se prometió llevarle algún día a las estrellas. Al chico de la sonrisa bonita, tan oportuna como indeseable a veces, el tipo que a veces llevaba pantalones largos... y que otras veces, no.
Ese tipo. Sólo le hacia falta eso. Y a veces odiaba hacerlo. Pero lo hacía, y con ganas.
Y se cansaba de decir que le quería, porque sonaba muy repetitivo, y no le gustaba nada repetirse.
Ni que le amaba, porque no sonaba nada repetitivo, pero parecía salido de una pelicula de Walt Disney.
Y, a parte de la frialdad, nada tenían que ver la chica de las casualidades y ese señor.
Le quería decir algo original.
Y no le salía.
Y quería darse de cabezazos contra la pared porque no estaba inspirada, porque no estaba con él, y porque las galletas de chocolate se habían acabado.
Las palabras se las lleva el viento, y su único destino es un cajón lleno de polvo. Tan sólo eso la tranquilizaba algo, pero una mínima parte de su preocupación por hacerle saber todo lo que sentía. Así que llegó a la conclusión de que a los tipos de hechos, hay que darles hechos.
Demostrar.
Dar algo que pueda quedarse siempre, que no vaya a morir en un cajón que nadie más abrirá, o al menos, no quien debería hacerlo.
Y, joder, qué cojones. Las bicicletas son para el verano, el chocolate para devorarlo sin preguntar, y el corazón para darle un mal uso. Así que tenía clara la idea de que se dejaría de palabras e hipótesis vacías y llenaría algún corazón de algo que pueda valer. Algo útil.


Definitivamente, su inspiración se desnudaba ante otro.

Y le daba igual.


Ya no le quedaban principios que perder, ni cartas que jugar. Había perdido. Había perdido casi todo. Independencia. Soledad. Orgullo. Principios. Dignidad. Vergüenza. Respeto por el mundo. Horarios. Reglas. Todo eso ya eran recuerdos instantáneos y lejanos. Perdió contra ella misma.
A veces, y a ratos, se sentía frustrada.


Y entonces pensó en él.





El humo del black devil se escapó entre su carcajada.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Pelos de punta.

Hoy, ahora, a ocho de septiembre, nueve de septiembre en 3 minutos, te escribiría lo más mejor del mundo.
Pero a veces, los textos cortos, también merecen la pena.

Llévame a Liverpool.

¿A ti no te pasa nunca?

De repente un día, el mundo es una tontería. Te da igual que haya zumo de naranja para desayunar, que en el periódico la primera página anuncie el decreto de paz entre Estados Unidos e Iraq, que el agua de la ducha salga en su punto de temperatura ideal a la primera, sin desagradables encuentros con grados de menos.

Ese día pasas por alto que de camino a casa no encuentres un solo semáforo en rojo y que te toque un dos por uno haciendo la compra. Que al pedir la coca cola sin hielo, el dependiente del burger king eche más bebida en el vaso, que te sonrían por la calle y que no te toque fregar los platos.

Que por fin te acuerdes de cómo se llamaba esa canción que tanto habías intentado evocar, en vano. Que te llamen para decirte que se aplaza el examen. Que llueva a mares el día del padre. Para Pelo Naranja, claro. Esa era una manía peculiar.

Ese día no tan cualquiera, no le das tanta importancia a que el paquete de tabaco aún esté medio lleno. Que hagas la foto con la perspectiva exacta que querías. Que intentes sacar un acorde de sol y te salga exactamente el acorde de sol. Te da igual despertarte tarde. Que te digan que has adelgazado, crecido, cambiado. Que ese peinado te queda genial. Que ese vaquero te hace buen culo. Te da igual el buen tiempo y las buenas noticias. Las canciones. (A excepciones). Los abrazos a ratos. Las palabras. Los gestos.

Te da igual que haya macarrones con queso para comer y que te cuenten el mejor de los secretos. No sientes el mismo placer al hacer el gilipollas y al saltar en la cama. Ir de compras. Explotar globos. Beber agua tras correr. La guitarra. El teléfono, la cámara de fotos.

Todo queda en un segundo plano.


O casi todo.


Sí, ten mucho cuidado con cómo y dónde te levantas una mañana cualquiera, porque ese día puede ser cualquier día, y es justo entonces cuando coges el teléfono y llamas a un número que ya es el número de siempre. Y esperas oír la voz de siempre. Y ya no quieres más.

Y serías capaz de dejar todo lo demás, que hasta entonces tanto estimulaba tu neurona fabricante profesional de felicidad, para seguir teniendo esa necesidad, esa otra voz, ese otro número. Ese día te das cuenta de que sin el contrapeso en el otro extremo del balancín, estás perdido.

Y si estás perdido...

¿Qué más da lo que pase con el resto del parque?

lunes, 6 de septiembre de 2010

Intermitente.

Si se piensa un poco en ello, las mejores casualidades de nuestra vida, suceden cuando menos lo esperamos. Obvio, qué tontería. Sino, no se llamarían así. Casualidades. Sí, en efecto, las cosas buenas nunca avisan. No son como las malas noticias, los malos días o las cosas malas en general.
Esas avisan, las ves llegar, como cuando ves un accidente de tráfico por la televisión a cámara lenta, observas cómo cada vez la colisión está más cerca, y sin embargo no puedes hacer nada para evitarlo.
Pero las buenas no. Ellas se presentan.

Como los semáforos. ¿Nunca te has preguntado por qué el muñeco rojo nunca es intermitente? Ni siquiera cuando está a punto de cambiar de color. No, el rojo no advierte. ¿Para qué?

El muñeco verde, sin embargo, cuando está a punto de desaparecer, emite breves intermitencias. Las intermitencias de su final, sí, exactamente. "Cuidado que llega el rojo". Sí, nos quiere avisar a toda costa de que se acaba lo bueno.

El verde aparece porque sí, nunca sabes cuando lo hará, pero el señor de rojo no puede durar siempre. Lo bueno también llega.

Y poniéndose filosófica, ella podría definir su relación y dependencia hacia él como un semáforo en verde que aún no tiene intención de parpadear. Y si parpadea, pues que parpadee, porque para eso están los semáforos.

Y él era el verde. Y septiembre y las fuentes. Y las frases filosóficas, y los mecanismos de defensa, y las canciones cantadas no escuchadas. Él era la sinrazón, el caos, las manchas, sus películas.

No. Las casualidades buenas nunca avisan, como él no avisó cuando entró en su vida, en su bolso, en su futuro inmediato de las doce en su portal. Quizá, si avisasen, no nos gustarían tanto.

Y, ¿sabes? Que por fin había llegado a comprenderlo. Sí, quería encontrarse con todas las casualidades del mundo sin avisar previamente y sin ver siquiera una simple intermitencia anunciando su final. Porque al final no hay un muñeco rojo esperando. Porque las intermitencias no existen. Porque el equilibrio no existe. Porque el aspirador no funciona y ella tenía el corazón en automático. Aerodinámico. Supercalifragilístico. Porque hay preguntas sin respuesta.

Porque ahora mismo, sólo le importaban unos brazos, unos ojos, una boca y unos dientes. Una voz. Y, como le dijo a la pelirroja, era una cuestión más allá de atracción. "Porque cuando sonríe me dan ganas de follármelo vestido". Exacto, esa era la frase que lo resumía todo de una manera tan sutil como abreviada.

Cuando sonreía. Cuando la tocaba.

Cuando era 3 de septiembre y otras muchas fechas tontas.



Cuando fuese, joder. Se lo follaría en cada jodido momento de su vida.

¿Economía?

Táchame de quererte.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La canción más bonita del mundo.

"No te puedo pedir que te quedes en el tren. Aunque hables de cinturones imaginarios hechos por el futuro mejor ingeniero del mundo, aunque digas que hay hilos difíciles de desnudar.
Te voy a decir que te quiero, dos, tres, dieciocho veces. Que me importas y que estoy enamorada de ti. Que no quiero que te vayas lejos porque un día sin verte es un día casi perdido, por mucho que me joda, por mucho que quiera ser un círculo completo, por mucho que no quiera abrirme a otra persona hasta estar segura. Sí, sé que no apuesto sobre seguro, sé que no hay sólo una perspectiva y que no todo es perfecto, que no hay nada que dure siempre y que los sentimientos no tienen unidad de medida.

No te voy a decir que te bajes del tren, que no te frustres, que me busques, que me encuentres, ni siquiera que compongas otra canción, aunque la primera diese tantas sacudidas a un solo corazón.

No te pienso decir nada de eso. Móntate en el balancín que quieras, búscate la vida en dirección prohibida. No lo impediré. No oirás un -No lo hagas, saliendo de mis labios.

Te diré que por la noche tu camiseta hace menos fría la almohada. Que me despierto y miro el móvil para comprobar si no hay una llamada perdida, un mensaje. Que mis amigos están hartos de oírme pronunciar tu nombre una y otra vez. Que quiero saber de tus canciones, y tus sueños, y tu futuro, y tu pasado, y me pasaría horas y horas escuchándote parlotear sobre algo que no lleva a ninguna parte. Que no la arrancaste. Yo te la di. A ti. A ti, Ojos Claros, porque te quiero.

Te diré que no es conveniencia propia porque a veces, cuando estoy sola, creo sentir más tu aliento que el mío propio. Y te siento caminar. Y te busco entre millones de personas, millones de caras que no son tu cara, millones de bocas que no son tu boca. Millones de tipos que no son mi tipo. Que no son mi nada. Nada.

Te diré que a parte de idiota, eres la persona más reconfortante que conozco. Y que no me parece tan mala inversión. Y que te quiero. Que te quiero. ¿Sólo un poco y sólo a veces? No. Te quiero. Y es una frase muy oída, así que trata de pensar que es única, aunque sea solo por un rato. Y cuando te lo diga, trata de recordar lo mucho que tardé en decírtelo por primera vez. No era inseguridad, no era miedo. Quería que cuando lo dijese, fuese totalmente cierto, como si mi voz dibujase mis sentimientos en frente tuya, exactamente así. No podía ser de otra forma. Trata de recordarlo así y quizá parezca una frase más original.

Por favor, deja que te lleve a mis campos de fresa. Asumiendo riesgos y consecuencias. Pero ven conmigo. Sí. Por favor. ¿Te vienes?"







Pensó que se había vuelto estúpida. Y lo más curioso es que ni siquiera lo lamentaba. Necesitaba escribirle de nuevo, aunque aquella misma mañana se hubiesen visto. Quería verle.

A él.




Y la maravillaba pensar que él quisiera verla a ella.